Por Graciela Ribles
Por Graciela Ribles
―Charles, no me dejes sola, tengo tu pasaje― dice Anne del otro lado de la mesa.
El hombre, consciente del silencio, camina hacia la puerta con el cristal de su mirada roto. Londres se encuentra sumida en una postal de profunda pobreza, es el año 1950. Han pasado tres años de separación y ahora en mi estudio recibo este sobre. Anne es la remitente.
Lo hago girar entre los dedos, un expreso escrito a máquina en uno de cuyos ángulos se lee, en grandes letras azules, la palabra urgente, no lo abro.
Con indiferencia lo dejo entre los documentos que se amontonan sobre la mesa.
Voy hacia la ventana, antes bostezo.
Argentina es una imagen en el globo terráqueo de la oficina, muevo los dedos haciendo girar la esfera, siento que esta carta quebró todas mis excusas.
Avergonzado por esta pasión cobarde compro un pasaje.
Las lenguas llameantes del mediodía castigan la piel. Maldigo mi suerte, cada pozo que el destartalado sulky agarra, me hace rebotar los huesos.
― Senor, le falte mecho― digo en un pésimo castellano.
― Mire, Don, un par de kilómetros nomás. ¿No quiere sacarse el saco? ―dice el baqueano.
"Este gringo está chiflado, mirá que venirse pa' el campo, con semejante calor encerrado en ese traje negro". Piensa. Apura los caballos, las ruedas se inclinan peligrosamente. Un insulto incomprensible para el paisano explota en mi boca.
―Míster, llegamos.
El carrero se baja y ayuda con el equipaje. El sol pega de frente, los ojos celestes no soportan la intensa luz, cuando puedo centrar la mirada, con minuciosa secuencia observo el paisaje.
―Don, acá le dejo las cosas, seguro que no demoran en buscarlo.
Apoya la valija contra un poste de quebracho que sostiene un despintado cartel en donde se lee: "Bienvenidos a Rincón del Sombrero".
En esta quietud de olvidos que queman, acaricio el sobre en el bolsillo. Los bocinazos de la camioneta desarman el silencio. Al levantar la vista, tengo la impresión que Anne me sonríe.