No hay que olvidar que entonces robaron más de quinientos bebés. Un largo artículo rescata la memoria de los bebés robados durante la dictadura militar argentina. Los robaron apenas nacer o, para ser más exactos, antes de nacer. No nos conviene olvidar, porque el olvido permite que vuelva a pasar.
Los autores del artículo explican que fue un pediatra, durante una consulta a domicilio en Acassuso, provincia de Buenos Aires, en 1983, quien sospechó que allí había algo que no podía ser. El paciente, Javier, entonces de 6 años, no podía ser hijo de quien decía ser su madre, y en casa el ambiente era militar. Denunció sus sospechas, y de inmediato se puso en marcha el protocolo.
El artículo es el resultado de una investigación que se publicó el pasado 16 de enero en The Guardian, el prestigioso diario inglés. Los autores siguen una línea argumental centrada sobre todo en este caso concreto, pero a la vez explican sin disimulo ni atenuantes la magnitud de la barbarie. Luego, llenos de esperanza describen también los esfuerzos nacionales e internacionales que se hicieron y se están haciendo para intentar encontrar a los muchos que aún hoy siguen anónimos, o tal vez ocultos por propia, o por ajena voluntad. No se privan tampoco de explicar que a las embarazadas las trataban con cierto respeto hasta que llegaba el momento del parto. Apenas nacido el bebé se lo quitaban, y comenzaban las sesiones de tortura. Luego, tal lo previsto, hacían desaparecer a la madre.
La pediatría de entonces, igual que la de ahora, mira más allá de la fiebre, los mocos y las vacunas. Mira la persona y su entorno. Quiso el destino que aquel pediatra fuera de buena memoria y notable para el dibujo, y dibujó la cara de su paciente. Y comenzaron a mostrarle el dibujo a las familias a quienes los militares les habían robado un hijo.
En Mar del Plata, una señora se dió cuenta de que el niño del dibujo se parecía a su hijo, raptado en 1977. Luego los acontecimientos se precipitan. Piden que el niño y su supuesto padre, un oficial de alto rango de la marina, se hagan un test genético. Pero consiguieron escapar a Paraguay, donde combiaron de identidad. Luego se instalaron en Sudáfrica, y más tarde en Londres.
Javier, con 12 años, supo que en realidad era hijo adoptado. Su madre adoptiva le explicó que su madre biológica lo quería mucho, pero que no podía hacerse cargo de él.
Años después, Javier les explicaba a los autores del artículo que entre los 12 y los 18 años, su padre adoptivo, poco a poco, le fue explicando la verdad en toda su cruel dimensión. Le explicó qué hicieron y cómo, y por qué, y le habló incluso de los vuelos de la muerte.
En 1998, sabiendo ya que su adopción había sido ilegal, llegó a enterarse que una tal familia Viñas seguía buscando al niño nacido en cautiverio, y en la primavera, con 21 años, viajó a Buenos Aires para hacerse el test genético. Supo entonces con certeza que era hijo de Cecilia Viñas y Hugo Penino, puesto que el resultado del test no ofrecía ni sombra de duda. Ya sabía toda la verdad.
Conoció entonces a su familia biológica. Pero los nuevos sentimientos se hicieron paradójicos cuando la autoridad le pidió colaborar para juzgar a sus padres adoptivos, para lo cual había sobradas razones. La respuesta fue negativa. "Mis padres adoptivos me quisieron, me quieren mucho. Abandonaron el país, se escondieron y vivieron huyendo de la Interpol durante más de veinte años. Uno no hace eso sólo por ideología o porque tenga miedo de que lo agarren, sino por amor."
Los tres autores de este artículo de investigación son Lorenzo Tondo (corresponsal de The Guardian en Italia), Elena Basso (desde Buenos Aires) y Sam Jones (desde Madrid). También se publicó en al menos otros dos diarios prestigiosos, Le Monde (francés) y La Repubblica (italiano), lo cual da una idea cabal de la relevancia que se le dió al tema.
La respuesta de Javier no es el único caso. Otros también dijeron que sus padres adoptivos y raptores, o cómplices de rapto, tortura y asesinato, actuaron con amor. De esta manera, los autores del artículo parecen querer decir que la alternativa del perdón y el olvido es la más lógica y la más humana, puesto que ya es tarde para reparar el daño, o porque el daño ya fue reparado con mucho amor, en opinión de los propios interesados.
Sólo parecen querer decirlo, pero no llegan a decirlo. Lo dejan en el aire, para pensarlo. Pero no hay mucho para pensar, porque la justicia es obligatoria, aún cuando el mal parezca irreparable. Hay que saber quién es quién, y qué hizo, aunque ya no esté. Hoy Javier tiene 45 años y vive en Londres. Su padre adoptivo, el del mucho amor, murió en 2005 de un ataque cardíaco, fugitivo aún de la justicia. La madre y el padre de verdad siguen desaparecidos.
Los antecedentes
Los autores del artículo citan a Baltazar Garzón: "La apropiación de niños (...) siempre ha tenido como objetivo el humillar y someter al enemigo (...). Y el método usado en Argentina era especialmente perverso: esperar a que la madre diera a luz, arrebatarle el bebé, torturarla, matarla, y hacerla desaparecer". Así, el objetivo no era tanto apropiarse del bebé como acrecentar el daño físico i sobre todo psicológico a la madre. Este concepto encuentra diversos antecedentes en la historia contemporánea, sea de robo de bebés o niños, sea de violación repetida y tortura, y luego muerte de niños y adolescentes en presencia de sus padres con el objetivo de someter los padres, como testigos impotentes, a un dolor y una humillación que desgarra.
En este contexto, cabe recordar el robo sistemático y organizado de niños que tuvo lugar en los territorios ocupados de Ucrania, Polonia, Checoslovaquia y Francia, a partir de 1939, durante la Seguna Guerra Mundial. Grupos organizados recorrían las ciudades y los pueblos y arrancaban bebés y niños de los brazos de sus padres, y se los llevaban. Buscaban niños rubios y de ojos claros. Miles y miles. Con unas pocas excepciones, esos padres no volvieron a ver nunca más a sus hijos.
Los enviaban a Alemania, donde unos equipos de profesionales sanitarios elegían, mediante parámetros físicos y de fisonomía, a los que consideraban más puros desde el punto de vista racial. A estos elegidos se los mandaban, con papeles mentirosos pero del todo legales, a ciertas familias alemanas para que los críen bajo el más riguroso espíritu germánico.
A los no elegidos los mandaban a uno de los tres campos de concentración infantiles que hubo entonces. No eran campos de trabajo ni de exterminio, sino lugares donde amontonaban chicos. Luego, poco a poco, los mandaban a los campos de exterminio.
Terminada la guerra, la Cruz Roja y otras organizaciones buscaron estos niños pero, amparados por sus nuevos padres y por papeles legales, sólo se pudo localizar a una pequeña minoría. De éstos, no fueron pocos los que no quisieron volver.