A un mes de la tragedia, nadie hizo autocrítica, cosa que suele pasar, y entonces puede volver a pasar, y de hecho volvió a pasar unos días después. El olvido, a veces voluntario, a veces involuntario, es un manto oscuro que cubre y protege a unos, pero asfixia a los otros. Dos nenas de 12 años saltaban al vacío hace un mes.
Una, al parecer la que quería suicidarse para escapar de la asfixia, murió de inmediato. La otra, al parecer la que quería acompañar a su hermana melliza en tan trágica solución, no lo consiguió, y continúa en el hospital. Cuando despierte, cuando lo sepa, si no lo sabe aún, sabrá que queda marcada para siempre, y tal vez piense entonces que esto de "para siempre" es un tiempo demasiado largo.
Todo hace pensar que acercaron sendas sillas al balcón del tercer piso donde vivían, en Sallent, provincia de Barcelona. Que luego se subieron cada una a su silla, decididas, o tal vez dudando. Tal vez se agarraron de la mano. Tenían que pasar por sobre de la baranda y desde allí dejarse caer, juntas, o tal vez una se tiró primero que la otra. Tal vez tuvieron miedo. Tal vez se despidieron, la una de la otra, con un adiós, si no pensaban volverse a ver, o con un hasta luego, si esperaban reencontrarse más allá. Tal vez percibían distorsionada la realidad. Tal vez fue por causa del acoso escolar, al menos esto es lo que se dice.
Mirá también"Sufrían bullying", declaró la abuela de las gemelas argentinas que se tiraron de un balcón en EspañaEn el colegio sabían que había acoso, pero las autoridades salieron corriendo a decir que no. Suele pasar, con irritante frecuencia, que la primera reacción oficial es negar, afirmar que no, lavarse las manos, escudarse en un protocolo, atajarse por las dudas. Luego, unos días después, las mismas autoridades reconocieron que sí que había acoso, acosadas sin duda por la vergüenza, o por el deseo de conservar la silla. Pero ninguna admitió el pecado de negligencia, o de indiferencia, o de mirar para otro lado pensando que ya pasará, que son cosas de chicos. Nadie renunció a su cargo, pese a la incompetencia.
Al parecer nadie se dio cuenta de la magnitud de lo que podía pasar, pese a que ya se sabe que puede pasar. Cursaban primer año de la secundaria, que corresponde a séptimo grado en el modelo educativo argentino. Hacía un par de años que vivían en el pueblo. «Aquí nos conocemos todos», habrán dicho alguna vez, ingenuos. Sallent no llega a los siete mil habitantes. Si alguien sospechó algo, por qué no, las cosas pasan cuando casi todos piensan que no puede pasar nada, este alguien calló. O, mucho peor, imperdonable, nadie lo escuchó.
Visto desde aquí, el acoso escolar no justifica el suicidio pero, visto desde allí, tal vez sí, no lo sabemos, no lo podemos saber, no lo podemos juzgar. Somos casi nada ante la tragedia. Sólo podemos murmurar un desconcierto. En cambio, sí que podemos entender que la desesperación, cuya magnitud sólo puede comprender quien la sufre día tras día, la desesperación nubla la razón, más aún si es infanto-juvenil, y lleva a pensar que la única salida es desaparecer.
Había acoso en el colegio, y lo más probable es que este acoso se extendía cruel, a través de las redes sociales, a todas las horas, de día y de noche, todos los días. Se llega así a la desesperación. Como ya se sabía, y se sabe hasta qué punto extremo el acoso puede llegar, más razones tenían para estar atentos.
Mirá tambiénGemelas argentinas de 12 años cayeron del tercer piso de un edificio en BarcelonaPero la cuestión no es tan sencilla, ni mucho menos. No sabemos casi nada. El suicidio infanto-juvenil es tan desconcertante que las palabras legas suenan a balbuceo. Entonces hay que aprender, tenemos que saber más, necesitamos saber cómo agarrar al vuelo el pensamiento infanto-juvenil, cómo identificar en una mirada el pedido de auxilio. Tenemos que saber quién se asfixia, en casa, en el colegio, en el barrio.
Pero para saber quién pide ayuda sin decirlo, o diciéndoselo a oídos sordos, hay que tener una disposición abierta, un espíritu flexible. Hay que estar más cerca de las preguntas que de las respuestas. Hay que saber que más allá de un protocolo hay unas vidas que también quieren entrar, pero que no saben cómo, o no pueden, no lo consiguen, tal vez tropiezan una y otra vez con el espíritu burocrático de quien está pero en realidad no está. La escuela es entonces el agente que detecta, y a la vez es el techo que da cobijo cuando se viene tormenta.
No sé, no sé nada, y tal vez lo sea porque ahora escribo en voz alta y no sé lo que digo. Cuando pasan cosas así sabemos que no sabemos nada, ni de niños ni de adolescentes, ni de chicos ni de chicas. Hablamos de inclusión sin saber incluir, ni a quién incluir, ni cómo. Ni cuándo.
Hablamos de respeto y tolerancia hacia el otro, pero a veces parece que el otro no está porque no lo veo, o no lo quiero ver. Y dormimos con la ventana abierta sin saber que una noche, amparado en no sé qué sombras mentales, puede entrar feroz un monstruo del todo desconocido.
Es el monstruo que distorsiona la percepción de la realidad hasta el extremo de hacer ver como cierto lo que sólo es efímero, y de hacer oír voces que no son reales aunque en mucho se le parezcan. Algunos perciben la realidad de una manera distorsionada, tal vez porque la desesperación les nubla la vista. Tenemos que aprender a saber quién es, dónde está, qué puedo hacer.
Qué pasó en Tarragona
Unos días después de Sallent, el 26 de febrero, un chico de quince años se tiró al vacío desde el balcón del cuarto piso donde vivía. La forma de intentar matarse se parece tanto a la de Sallent que resulta difícil pensar en una casualidad. Sufría acoso escolar, pero a él tampoco lo protegieron los protocolos. Sobrevivió, aunque con numerosas fracturas. Ocurrió en la pequeña población de La Rápida, en la provincia de Tarragona, España, a unos 200 quilómetros de Sallent. La noticia ya no impactó tanto como en el caso de las gemelas de Sallent, pero el monstruo es el mismo.
Se reían de él en el colegio secundario porque lo consideraban raro por su forma de hablar, y por su modo de moverse y de comportarse, siempre solo. Tiempo atrás había sido diagnosticado de una forma ligera de autismo, que es otro monstruo desconocido. Igual que las chicas en Sallent, este chico también dejó una nota. Allí había escrito que ya no quería seguir viviendo "en un mundo donde la mala gente es aplaudida y las personas sensibles, nobles y de buen corazón siempre tienen las de perder".
Unos días después, el padre comentaba que ahora su hijo "quiere ponerse bien para empezar una nueva vida y poder explicar su experiencia, y concienciar a los adolescentes de que con su actitud pueden provocar estas situaciones". Estas palabras hablan de arrepentimiento, el propio y el que se le pide a los demás. Son sin duda todo un canto al perdón y a la esperanza.
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