Por Graciela Ribles
Por Graciela Ribles
"Saltito es un caballito de viejo cuero marrón, tiene los ojos de vidrio y las patas de cartón"
Las velas chisporrotean sobre la torta, el número 60 pintado con purpurina dorada, arroja destellos en la íntima penumbra. La familia y los amigos cantan el Feliz Cumpleaños, esforzándose por conseguir una afinación que falla desde el comienzo. El aire sale por la comisura de los labios, apagando el símbolo festivo.
Un "nos vemos" y la puerta que se cierra indican que la fiesta terminó. La sala queda iluminada solo por las luces intermitentes del Árbol de Navidad. Las manos juegan con la medalla de oro que tiene grabada las iniciales de mi nombre. El resplandor de un auto atraviesa el cristal de la ventana, la luz de los faros encienden la estrella del pesebre, formando una figura pentagonal en la pared.
La imagen cobra vida y muere al instante. Pienso en lo fugaces que fueron estos sesenta años y que no dispongo de otros sesenta por delante. No hay arrepentimientos por lo que hice, si por lo que no hice. Un recuerdo invade los pensamientos. Saltito.
Es el mes de diciembre del año 1967. Todos los miércoles, papá a la salida del trabajo pasa por el puesto de diarios y revistas y compra un libro de cuentos. "La gallinita vanidosa", "El gato con botas", "Los tres chanchitos", "Pulgarcito", "Nubecita", "la chanchita distraída", son algunos de los que ya tengo. Sentada, en el escalón de la puerta, con las manos entrelazadas, lo espero.
Papá baja del colectivo, tengo prohibido cruzar la calle, así que aguanto un ratito más las ganas de abrazarlo. Él, con maletín, traje y corbata a pesar del calor. Va al dormitorio, se cambia.
- Chela, vení. Está sentado en la cama con el maletín en la mano.
- Tomá, este es el cuento que te compré. ¿Te portaste bien? Dice sonriendo.
- ¡Gracias, papi! Digo, mientras le doy un beso en la mejilla rasurada.
Salgo corriendo al patio, sentada en una silla miro las imágenes, tengo cinco años y no sé leer, papá lo leerá a la hora de la siesta. Acostada, espero, con el cuento entre sus manos papá comienza con la lectura:
"Saltito es un potrillo que nació en el bosque, un día unos hombres lo separaron de su mamá y lo vendieron a un campesino que lo hacía trabajar sin descanso. El pequeño caballito cansado y hambriento escapó, volvió al bosque con su familia y vivió feliz para siempre".
- ¡Papá, te quiero tanto, nunca quiero separarme de vos! Dije cuando terminó de leer.
Esa tarde me dormí con la cara mojada y la oreja de papá aferrada a mis pequeños dedos. Mamá me hizo un vestido de organza rosado para Navidad.
- ¿Qué te gustaría que el Niño Dios te traiga? Preguntó mientras lo colgaba en el ropero.
- Un caballito como Saltito. Respondí.
- El Niño Dios no puede traer un caballo en la bolsa de regalos.
- ¿Una muñeca? ¿Una cocinita con un juego de ollas? ¿Un juego de té? ¿Qué te parece Chelita?
- No, quiero un caballito, lo quiero a Saltito.
Pasaron los días hasta que llegó la Nochebuena, a las doce mis primos tiraron petardos y cañitas voladoras, yo tenía estrellitas.
- Chela, vení que pasó el Niño Dios.
Entré corriendo y lo vi. En la galería estaba Saltito, un caballito marrón, que tiraba de un sulky a pedal. Lo abracé del cuello, entre besos y lágrimas nació el amor. Los que siguieron fueron días felices, fuimos compañeros inseparables, pero todo tiene su tiempo. Tres años más tarde, Saltito se mudó a la casa del vecino.
- Chela estás grande, ya no entrás en ese sulky, dejá que otro chico lo disfrute.
Lo que no sabían era que me separaban de un amigo. La noche se hace cómplice de mis ojos acuáticos, a los ocho años, en la mesa de luz, el Niño Dios dejó una cadena de oro con una medalla grabada con mis iniciales.
Pero mi corazón extrañaba a Saltito. Las luces del Árbol de Navidad continúan intermitentes. Niño Dios, esta Nochebuena te pido dos cosas: encontrar a Saltito en el carrusel del cielo y a papá para abrazarlo bien fuerte.
"Estas envejeciendo Chela", pienso, mientras me levanto del sillón y voy a la cama.