Tras escribir dos libros sobre la Guerra de Malvinas y presentarlos en ámbitos políticos, militares, académicos y culturales, fui invitado por el entonces embajador José Octavio Bordón a la embajada de la República Argentina en Santiago, Chile.
El 12 de octubre de 2019 aterricé en el aeropuerto de Mount Pleasant, distante 55 kilómetros de Puerto Argentino. Al bajar del avión, el frío helado golpeó mi rostro y la vigilancia militar, presente en todo momento, me recordó la historia reciente y la realidad de las islas...
Tras escribir dos libros sobre la Guerra de Malvinas y presentarlos en ámbitos políticos, militares, académicos y culturales, fui invitado por el entonces embajador José Octavio Bordón a la embajada de la República Argentina en Santiago, Chile.
Después de esa visita, Latam, la única aerolínea que conecta la Argentina continental con las islas, me ofreció un viaje gratuito como reconocimiento a mi labor literaria. Era la oportunidad de cumplir un sueño: pisar el territorio de las Islas Malvinas para honrar a los argentinos que dieron su vida por la soberanía argentina. Así comenzó una semana que jamás olvidaría.
El 12 de octubre de 2019 aterricé en el aeropuerto de Mount Pleasant, distante 55 kilómetros de Puerto Argentino. Al bajar del avión, el frío helado golpeó mi rostro y la vigilancia militar, presente en todo momento, me recordó la historia reciente y la realidad de las islas. Tras los trámites en el aeropuerto, me dirigí al alojamiento donde pasaría los próximos siete días.
El primer contacto con la vida en las islas fue sorprendente. El hospedaje, con la particularidad de que las puertas permanecen abiertas las 24 horas, reflejaba una comunidad pequeña, con poco más de tres mil habitantes, concentrados su mayoría en Puerto Argentino. Internet era limitado, algo a lo que debía acostumbrarme.
Entre octubre y marzo, el turismo es una fuente clave de ingresos, atrayendo visitantes de distintas partes del mundo.
Una caminata por la costanera me llevó al mástil del barco SS Great Britain, un símbolo de la historia local. Me encontré con monumentos que recordaban la Primera Guerra Mundial y la Guerra de Malvinas de 1982, así como una pequeña estatua de Margaret Thatcher y placas que rendían homenaje a las fuerzas británicas.
Fue impactante ver tantos símbolos británicos en tan poco tiempo. Me dolía pensar en la contradicción y en el coste humano del conflicto.
Una de las experiencias más conmovedoras fue mi visita a Monte Harriet, una especie de colina rocosa donde se libraron cruentos combates. Al llegar, la nieve cubría el paisaje y la sensación térmica era de 15 grados bajo cero. Sentí en carne propia lo que vivieron los combatientes argentinos en 1982: frío, hambre y adversidad.
Observé trincheras, camillas rotas y frazadas deshilachadas, y comprendí la valentía de aquellos soldados que enfrentaron este escenario con coraje y arrojo. El viento, como un testigo mudo, parecía llevar el eco de sus esfuerzos. Expresé en silencio mi respeto a los caídos en ese lugar y tomé fotografías a los objetos que quedaron del choque armado, con el corazón lleno de orgullo y congoja.
Otra jornada me llevó a recorrer restos de un helicóptero que cayó en la guerra y trincheras en Puerto Argentino, donde todavía se notaban marcas de explosiones.
El frío y el viento recreaban las condiciones de la guerra. La visita a Monte Longdon fue otra experiencia intensa. Caminar 12 kilómetros me permitió entender la resistencia de aquellos soldados, que enfrentaron tormentas de frío y condiciones de combate extremas. En cada paso, recordaba el sacrificio y la dignidad de los argentinos.
El Museo de las Islas fue una parada reveladora. Allí, la versión británica del conflicto se mostraba con un énfasis en el agradecimiento de los isleños al Reino Unido y la reivindicación del principio de autodeterminación de los pueblos, un elemento del derecho internacional público que no aplica en el caso Malvinas por tratarse de una población implantada por el Reino Unido.
La indignación creció en mí al ver souvenirs con la leyenda "Falkland Islands", que me negué a comprar.
El Cementerio de Darwin fue el lugar más doloroso del viaje. Allí descansan los héroes argentinos que murieron en la guerra, y la atmósfera era de una solemnidad desgarradora. Los rosarios que abrazan cada lápida se movían al ritmo del viento expresando una melodía tristísima. Recorrí lentamente una por una todas las lápidas.
El cielo, celeste y blanco, parecía intentar darme un consuelo. Allí, el dolor se hacía tangible. Me senté en el césped y observé los nombres, pensando en las madres, padres, esposas y familias de los caídos.
Salí en silencio, con lágrimas en los ojos y un nudo en la garganta. Cerré la puerta del cementerio por respeto a quienes se quedaron allí cuidando la soberanía argentina. Parte de mi corazón quedó en ese santuario. Nada fue igual en mi vida desde entonces.
Después de dejar el cementerio, recorrí Goose Green, un lugar donde el rechazo a los argentinos es mayor debido a los hechos de 1982, cuando la población fue confinada por las fuerzas argentinas.
No obstante, el guía y un trabajador de la estancia nos recibieron con cordialidad. La visita a posiciones argentinas poco contempladas en los tours tradicionales fue un valioso hallazgo, porque me permitió recrear escenarios de la guerra.
Exploré también la capital de las islas, Puerto Argentino, donde conocí la cultura local en tiendas y bares. Algunos lugares me acogieron bien, mientras que en otros, el desprecio y la hostilidad eran palpables.
En un bar llamado "Victory", que fue inaugurado tras la Guerra de Malvinas, percibí un ambiente tenso. En el baño, vi una foto enmarcada de Leopoldo Galtieri con una tapa de inodoro y un insulto, un recordatorio del odio persistente.
Los problemas sociales se hacían evidentes: alcoholismo, racismo y xenofobia. Las minas automáticas de contacto aún representaban un peligro, y personas de Zimbabue eran contratadas (por un puñado de billetes) para desactivarlas.
En materia de infraestructura me informaron que se construyen cinco kilómetros de ruta por año. Las viviendas eran mayormente de madera y tenían techos de colores vivos. La energía provenía de molinos de viento, pero el uso de energía solar era escaso.
Los adultos mayores recibían asistencia especial del gobierno, en viviendas ubicadas cerca del hospital, con atención médica y cuidados. Sin embargo, el aislamiento presentaba retos importantes, reflejados en la educación y la salud. Los isleños eran trasladados a Chile o Inglaterra para recibir atención médica ante cualquier inconveniente.
El regreso a casa se acercaba. Tras los trámites del aeropuerto, subí al avión. Miré por última vez las islas y me persigné tres veces. Sentía satisfacción por haber cumplido la promesa de viajar a honrar a los caídos, pero la incertidumbre de no saber cuándo volveríamos a recuperar la soberanía me llenaba de angustia.
Regresé convencido de que cuando los costos del proceso de desalinización del agua de los mares disminuyan, el interés del Reino Unido por nuestras islas en el Atlántico Sur también disminuirá. Ese día el statu quo global se alterará, el ansiado reencuentro entre las islas y su legítima dueña se concretará y los argentinos volveremos a Malvinas sin pasaporte.
La fecha, para muchos, quizás pasó desapercibida, pero el 3 de enero pasado se cumplieron 192 años del desembarco en las islas Malvinas de la fragata de guerra británica HMS Clio, al mando del capitán John James Onslow, quien comunicó al jefe argentino José María Pinedo que iba a "reafirmar la soberanía británica" y "retomar posesión de las islas" en nombre del Reino Unido.
Fue en 1833, origen de la ocupación. Desde entonces reclamamos nuestra soberanía sobre el archipiélago.
(*) Analista internacional especializado en la Universidad Nacional de Defensa de Washington. Docente universitario, malvinero, autor del libro "Malvinas, un pretexto para legitimar a un gobierno totalitario".
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