En esta entrega final del recorrido sobre el pensamiento, la acción y la constante "búsqueda de la Verdad" de Simone Weil, es el tiempo de completar lo referente a su relación con el catolicismo. Sobre ese punto, en una entrevista el filósofo francés Gustave Thibon afirmó que ella "estaba convencida de la divinidad de Cristo, su actitud frente al catolicismo era que creía en la divinidad de Cristo, creía en la Trinidad, y por supuesto en la encarnación porque Cristo era Dios, creía en la belleza de la liturgia, en los sacramentos. Me decía de las iglesias románicas 'todo el arte es mi religión, de la que solo me espera mi indignidad, pero si me piden que adhiera a todas las fórmulas del Concilio de Trento, esa no es mi religión' (…)".
El periodista en ese momento consulta a Thibon y, como este había hablado de la conversión de Simone (nacida en el seno de una familia judía), le pregunta: ¿Para usted es cristiana? Y Gustave responde tajantemente: "Sí, salta a la vista. Se había convertido, no al cristianismo, hacía mucho que amaba el cristianismo, sino a la divinidad de Cristo; se lo dijo al Padre Perrin, sentada en un banco que le gusta fotografiar a los americanos que está delante de mi casa y en ese momento me lo dijo más tarde, no me dijo el lugar, me dijo: 'Cristo descendió y me tomó'. Se identificó de verdad con Cristo, con el sufrimiento de Cristo, lo que le hacía creer en el cristianismo por encima de todo era que Dios haya podido agonizar y desesperar, Dios pudo desesperar de su Padre hasta decir que: 'si yo pudiera estar un minuto en el estado que estaba Cristo cuando dijo, Padre ¿Por qué me has abandonado?, Daría a cambio el paraíso' (…)".
Mirá tambiénSimone Weil y el encuentro con Gustave Thibon (Parte I)Luego, el interlocutor preguntó: "¿Sintió en cierto momento que tenía enfrente usted a una santa? Y Thibon respondió: "Sí, lo sentí enseguida. Lo que me pareció único o muy raro en la historia del mundo, la santidad… La encarnación total de lo que pensaba, cuando los intelectuales suelen ser tan falsos o lo tienen quizás como una aspiración o más bien de inspiración, las dos cosas, es decir aspiran a su inspiración pero a menudo son mensajeros de Dios, sobre todo los poetas y a veces los sabios que se esfuerzan por no vivir lo que dicen".
Un recuerdo imborrable
La siguiente pregunta a Thibon fue: "¿Recuerda cuándo la vio por última vez?". A lo que el filósofo rememoró: "Sí, es un recuerdo imborrable, que forma parte… Me cuesta hablar… pasamos una noche en su habitación que estaba cubierta de esteras. No había libros, o tan pocos que no merece la pena hablar y no vimos pasar el tiempo. Fue una experiencia única en mi vida, que hablo sin interpretarla. Yo sabía y no exagero diciéndolo que a cada frase sentía lo que ella me iba a contestar y recíprocamente como si hubiera una comunión más allá de las palabras, y las palabras estaban sobreañadidas por decirlo así. La única experiencia del estilo en toda mi vida. Y le dije: 'creo que somos almas bien emparentadas' y me dijo: 'jamás dude de ello'. No era afectuosa, no le gustaban las manifestaciones físicas, no hablo de amor, no era la cuestión para ella, ni siquiera de amistad, besarse, darse la mano como mucho. La besé cuando se marchaba. Me acompañó por la Rue Marengo, me acuerdo bien, ya era de día, habíamos pasado la noche hablando. Me acompañó, le dije adiós, fue muy emocionante, le dije adiós en este mundo o en el otro, y me dijo: 'en el otro no nos volveremos a ver'. Era una ironía, no nos volveremos a ver cómo somos ahora, en la actualidad, en el tiempo. Se fue en ese momento, la vi marcharse, con su capa y su boina, y no la volví a ver".
La entrevista sigue y Thibon se sincera: "Tuve sueños donde la veía con una intensidad que no era de este mundo. Es difícil y casi impúdico hablar de todo esto. Es lo que sentí. Sentí la verdad, que de verdad me quería, era conmovedor. Volvía, no estaba muerta, aunque hacía tiempo que nos habíamos dicho adiós. No había muerto. Nos volvimos a ver, en una luz, en una plenitud increíble aquí abajo. Hay dos tipos de sueños dice… El sueño de la puerta de arriba y el sueño de la puerta de abajo. Podemos analizar mucho la de abajo y no lo suficiente la de arriba. Fue divino, extraordinario y lo curioso es que volvimos a lo temporal y quizás así es la eternidad".
"Lo temporal es pueril, si podemos hablar así. Le presenté a una amiga dueña del Castillo en Saint Marcel D'Ardeche, porque Simone tenía cierta veneración por la aristocracia. Es curioso, sí, por lo histórico. El pasado tenía para ella un color de eternidad. No solo la aristocracia sino todo lo que podía representar una tradición. Los campesinos, los apellidos, los artesanos. Le presenté a esta señora del lugar y me lie contándole las genealogías que no importan nada, que si descendía de tal o cual, sin importancia y todas esas tonterías estaban iluminadas por esa misma luz de eternidad con la misma emoción e intensidad como si fueran detalles. Fue la última visión que tuve de ella sin interpretación. Fue el encuentro más importante de mi vida", finalizó Thibon.
Su enfermedad, su muerte, su legado
Una vez instalada en Inglaterra, Simone Weil, con tan solo 34 años, y mientras trabajaba para la Resistencia Francesa, se imponía severas restricciones en cuanto a las raciones de comida y descanso. Se alimentaba apenas con lo justo y dormía en el suelo de su despacho, luego de largas horas de trabajo. Estaba enferma de tuberculosis. Su cuadro se agravaba, debido a las penalidades a modo de sacrificio que ella misma se imponía: "No puedo sentirme feliz, ni comer a gusto cuando, siento que mi pueblo sufre". El 26 de julio de 1943 se la internó en un hospital de Middlesex y posteriormente fue trasladada al Grosvenor Sanatorium, de Ashford. Allí dirá que era "un hermoso lugar para morir", mientras contemplaba por una ventana abierta una imagen campestre llena de árboles.
La muerte no le causó estragos, ya que murió el 24 de agosto de 1943 de un paro cardíaco debido al debilitamiento de los músculos del corazón mientras dormía sin indicios de dolor, según indicaron los médicos que la atendieron. El 30 de agosto del mismo año fue enterrada en el cementerio de Ashford, en una zona reservada para los católicos. Asistieron siete personas a su entierro, entre ellos Maurice Schaumann, que leyó unas plegarias del Misal Romano. Se depositó en la tumba un ramo con los colores de Francia para que la acompañara en su descanso eterno.
El mismo Schaumann, relató sobre ese día: "Fueron siete personas, entre ellos, una limpiadora con la que había compartido alojamiento (vivió en su casa). Tenía una hija. Esta mujer era incapaz de entender una palabra del pensamiento de Simone Weil, que tampoco quiso hablarle de filosofía, a la hija todavía menos. Le dio algunas clases, y quizás, lo que más la acerca a la santidad era que irradiaba tanto interés por el otro, por la personalidad del otro, que cuando esta limpiadora se enteró de que Simone había muerto (perdone pero al recordarlo me cuesta no llorar) renunció a un día de salario (fue su sacrificio), se montó en el tren y arrojó a la tumba un ramo tricolor que ella misma había hecho".
Poco antes de morir, le escribió una carta a sus padres, donde dijo: "No pierdan la esperanza. Sean felices". Esta frase, precisamente, resume todo lo que Simone Weil representa, es decir, en cuanto a su obra, su vida y el ejemplo que transmitió a la posteridad en su "incansable búsqueda y amor por la Verdad", hasta el sacrificio de sí misma. Ese es su legado.
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