Foto: agencia efe
Por Rogelio Alaniz
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Rogelio Alaniz
La situación de Siria podría definirse en los siguientes términos: el presidente Bashar al Assad no puede derrotar a los rebeldes, pero los rebeldes no están en condiciones de tomar el poder. La realidad está planteada en términos de un equilibrio perfecto o casi perfecto, en tanto ninguno de los protagonistas puede romper esa relación de fuerzas sostenida por la sangre derramada por uno y otro bando. Más de dos años de guerra, cien mil muertos y dos millones de refugiados testimonian el carácter feroz de la guerra, pero al mismo tiempo esta suerte de empate trágico. A este equilibrio ni siquiera lo pueden romper los diferentes protagonistas de una guerra que, como en el juego de las muñecas rusas, incluyen en su formato otros enfrentamientos y los reproducen sin solución de continuidad. Al conflicto entre alawitas y sunnitas, se suma la tradicional divergencia ente chiitas y sunnitas más los reclamos independentistas de los kurdos, una minoría que suma dos millones de personas y que se han hecho fuertes en algunas ciudades. La persecución de los cristianos y la reciente ejecución de un sacerdote católico, dan cuenta del carácter fundamentalista de los extremistas levantados en armas contra la dictadura de Assad. Sobre este tema también merece hacerse algunas observaciones, ya que el sacrificio de cristianos parece ser el deporte favorito de los islámicos integristas, no sólo en Siria, sino también en Egipto y en todos los lugares donde el fundamentalismo islámico es mayoritario o controla el poder. Este equilibrio en el terror que distingue la situación siria se complementa en el orden externo con otro equilibrio entre las grandes potencias o, para ser más preciso, entre los integrantes del Consejo de Seguridad de la ONU. Como se sabe, mientras los Estados Unidos, Francia y el Reino Unido apoyan en términos generales a los rebeldes, China y Rusia avalan a Bashar al Assad. Por último, en el orden regional, mientras Irán y las milicias de Hezbolá están alineados con Assad, Arabia Saudita, Turquía y Qatar apoyan a los rebeldes. Israel por su parte mantiene una actitud expectante, aunque trascendió que comandos israelíes se están entrenando en Jordania junto con tropas norteamericanas para avanzar sobre Siria cuando llegue la orden. Según declaraciones de Netanyahu, y atendiendo a la tradición histórica de los protagonistas de la guerra, en algún momento los fundamentalistas o el propio Assad intentarán distraer a la opinión pública o unificarse internamente con algún ataque a Israel, motivo por el cual en este país están en alerta todos los sistemas de defensa. El equilibrio sobre la base del terror es entonces un dato efectivo de la realidad, pero ni la región, ni el mundo pueden convivir mucho tiempo con esta situación. No es casualidad que en estos días analistas internacionales hayan comparado los sucesos de Siria con los ataques militares ordenados por Estados Unidos y la Otan para poner fin a las masacres en Kosovo en 1999. Las diferencias entre Siria y Kosovo son evidentes, pero lo que existe en común es un escenario de fuerzas internacionales que se distingue por los siguientes datos: cientos de miles de víctimas civiles, oposición de Rusia a una intervención militar, imposibilidad de un acuerdo en la ONU para tomar decisiones y un gobierno demócrata en Estados Unidos. El empleo de armas químicas adquirió estado público esta semana, pero desde hace rato los combatientes de uno y otro lado recurren a estos procedimientos, algo que a nadie debería sorprender demasiado, sobre todo cuando la guerra adquiere características de guerra total y a las diferencias políticas se suman las diferencias religiosas. Las recientes masacres cometidas por el régimen de Assad, denunciadas por los organismos de derechos humanos, han sido la gota que rebasó el vaso. La intervención militar, que ya se estaba elaborando, ahora parece ser un hecho. Tres o cuatro destructores de Estados Unidos están prontos en el Mediterráneo para actuar. Esto significa, en primer lugar, que se ha resuelto actuar al margen de la ONU, aunque Obama intenta ganar el respaldo de Francia, el Reino Unido y, de ser posible, Alemania. ¿Qué características tendrá esta intervención? Por lo pronto se ha descartado el desembarco de tropas. También se ha descartado entrar en el espacio aéreo. Si esto es así, la única alternativa que queda es el bombardeo con misiles desde la flota del Mediterráneo. Esta iniciativa se reforzaría con la activación de los comandos que aguardan en Jordania bajo la severa tutela de la CIA. El esquema en el pizarrón parece ser muy prolijo, pero no se exhibe la misma prolijidad a la hora de evaluar las consecuencias de una intervención. En principio, tal como lo enseña la historia reciente, las intervenciones armadas para resolver problemas internos de otros países nunca han dado buenos resultados y, en la mayoría de los casos, han agravado los problemas que pretendían resolver. En ese sentido, no se equivoca el canciller ruso, Sergei Lavrov, cuando pronostica que la intervención de los Estados Unidos sería un trágico error. Supongamos que efectivamente el bombardeo a objetivos estratégicos de Assad incluya su derrocamiento. ¿Garantiza Estados Unidos un gobierno medianamente afín a los intereses de Occidente? Sobre estos temas la información de la que uno dispone siempre es incompleta, pero atendiendo a las declaraciones de algunos líderes rebeldes y a la presencia cada vez más visible de milicias de Al Qaeda, hay motivos para estar preocupados por imprevisible derivación de los acontecimientos. Digamos que los llamados “combatientes de la libertad” puede que efectivamente sean luchadores, pero convengamos que atendiendo el tenor de sus declaraciones y la ferocidad de sus operativos militares (algunos incluyen el canibalismo), su relación con los valores de la libertad es nula. Por lo tanto, la pregunta a hacerle a la diplomacia yanqui sería la siguiente: ¿Qué garantía da Estados Unidos para que su probable intervención no contribuya a instalar en Siria una dictadura fundamentalista que al otro día de tomar el poder le declare la guerra santa a Washington? Quiero creer que habrá alguna respuesta a este interrogante, pero al mismo tiempo hay motivos para suponer que en situaciones como éstas ni siquiera las grandes potencias logran controlar los efectos de sus intervenciones. Como se podrá apreciar, las alternativas que se presentan son todas insatisfactorias. Sostener a Assad significa avalar a un dictador sanguinario y corrupto; apoyar a los rebeldes representa un aval al fundamentalismo islámico en sus versiones más radicalizadas. Por otro lado, mantenerse prescindentes es tolerar un frente de guerra que amenaza a expandirse a toda la región. A ello, hay que sumarle las masacres de civiles y los millones de refugiados en las fronteras, un drama social que desequilibra a toda la región. La decisión de intervenir por parte de una gran potencia nunca es fácil. Esta verdad la sabe o debe saberla todo político que aspira a la presidencia. En la mayoría de los casos, se debe optar por el mal menor sin saber a ciencia cierta si luego no se transformará en el mal mayor. El sentido común aconsejaría a las grandes potencias mantenerse prescindentes. Dos poderosas razones conspiran para imponer esta resolución sensata: una, humanitaria y responsable en tanto las grandes potencias no pueden mantenerse ajenas aunque lo quieran; la segunda está vinculada con los intereses. Las grandes potencias sostienen intereses económicos y estratégicos en todo el planeta. El concepto puede sonar desagradable o antipático, pero no por ello deja de ser verdadero. Nadie va a la guerra, invierte vidas y millones de dólares en nombre de ideales abstractos. Los intereses económicos siempre están presentes y toda reflexión sobre los acontecimientos debe tenerlos en cuenta si no quiere girar en el aire o en el universo idílico de las esencias.
En la mayoría de los casos se debe optar por el mal menor sin saber a ciencia cierta si luego no se transformará en el mal mayor.