14 de agosto de 2020. La cancha está hecha un chiquero. Jehová ensaya un segundo diluvio universal. ¡Éste sí que es un "dream team"! Miro a mis compañeros: un manco al arco; un rengo como marcador por izquierda; un anciano como defensor por derecha; una tortuga como stopper. En el círculo central: gatea un bebé que se enreda con nuestra camiseta; se traba en el césped la silla de ruedas de nuestro número 5; y el 8 -que tiene fama de "buen pie"- exhibe dos piernas derechas invertidas. El wing por izquierda es pura facha y está desgarrado. De nada sirve tirar centros al área, el 9 es el descocado de Juan El Bautista. Pero tengo fe: junto a mí está Messi que me levanta el pulgar como en la publicidad de "Head and Shoulders". Pienso: "¿Si Dios está conmigo, quién contra nosotros?" ¡Corre el reloj! Nuestro técnico tiene una banda presidencial y un bastón de mando; su táctica es simple y la vocifera: "¡Todas las pelotas al 10!"
Expira el segundo tiempo, La Pulga gambetea todos los hachazos que le cruzan de la cintura para arriba. La tiene atada. Me habilita, me la pone como con un guante, me deja servido el gol. Juego descalzo, me resbalo en el barro, le pego de uña (¡literal!). ¡Entró! ¡Sí! ¡Fue gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Goooool! Celebro como Palermo ante Perú en el Monumental: ¡Igual que El Titán, mis lágrimas se confunden con la lluvia torrencial! Pero… ¿Nadie festeja conmigo?
Lionel mira el pasto. Reconozco esa postura cabizbaja que le vi en Alemania 2006, Sudáfrica 2010, Brasil 2014, Chile 2015, EE.UU. 2016 o en Rusia 2018. Observo el marcador: ¡2 para nosotros y 8 para ellos! Corro sin entender lo que pasa hasta donde está nuestro Messías… Parece un pibito desconsolado. Lo palmeo y me dice: "Perdón, no sé cómo entraste… cómo llegaste hasta acá. ¡Lo siento mucho, estás en mi peor pesadilla!" Caen silbidos. Arrojan críticas periodísticas despiadadas. Nos putean en todos los idiomas. Lío me mira fijo a los ojos: "Te prometo que, más temprano que tarde, alzaremos la copa. No perdamos la fe". Nos fundimos en un abrazo bañado en llanto.
La alarma del reloj relincha como un pitazo final; amanece otra jornada parisina junto a mi bella rosarina que me sonríe con un mate en la mano: "¡Buen día, campeón mundial!"