Por José Curiotto
jcuriotto@ellitoral.com - Twitter: @josecuriotto
Lo ocurrido ayer en la estación de trenes de Once fue una tragedia de dimensiones históricas. El mundo entero habló durante semanas del accidente del crucero Costa Concordia, en Italia, donde hasta el momento se confirmaron 25 muertes. Pero en Buenos Aires, el choque de un tren de TBA duplicó ese número de víctimas fatales. Hasta hoy eran 50 fallecidos, aunque el número podría crecer porque aún hay personas desaparecidas.
Sin embargo, el gobierno convocó a una pseudo conferencia de prensa en la que no se aceptaron preguntas. Fue un relato unidireccional. De arriba, hacia abajo. Donde unos hablan y otros simplemente escuchan.
Pero tarde o temprano la realidad se impone sobre las puestas en escena. Los gobiernos pueden evitar hacer mención a los problemas e, incluso, pueden negarlos con total desparpajo. Lo cierto es que en algún momento la verdad termina por develarse.
Hasta el momento no existen certeza sobre las razones del siniestro. Pudo tratarse de un inconveniente mecánico o, tal vez, de un error humano de quien conducía el tren.
Pero de lo que sí existen pruebas palpables, es de que el sistema ferroviario en la Argentina funciona en condiciones deplorables. Se nota más en Buenos Aires, simplemente porque allí circula la mayor cantidad de trenes que transportan a millones de personas cada día.
Personas que viajan como ganado, en este caso sobre trenes que pertenecen a una empresa que el año pasado recibió 150 millones de pesos para operar las líneas Sarmiento y Mitre, además de otras 40 empresas de colectivos urbanos y de larga distancia. Todo un emporio sostenido, en gran medida, gracias a recursos públicos de un gobierno que, recién después de las elecciones de octubre pasado, pareció darse cuenta de que hacía años que destinaba fondos para subsidiar a empresas ineficientes o a ciudadanos que no lo necesitaban.
Se argumenta que, gracias a esos subsidios, los más pobres tienen acceso a un medio de transporte barato y esencial para sus vidas. Pero lo que no se dice es que, ese medio de transporte barato e imprescindible para tantos argentinos, circula en condiciones deplorables que ponen en riesgo las vidas de los pasajeros. Por apenas 1,10 pesos, se puede comprar un boleto hacia la cornisa de la inseguridad.
Los vínculos políticos de TBA no son nuevos. En realidad, comenzaron a tejerse durante las épocas doradas del menemismo, el gobierno de aquel riojano del que el matrimonio Kirchner se esforzó por diferenciarse durante los primeros años de gestión de Néstor, hasta que finalmente sellaron una alianza que derivó en un pacto de no agresión y en algunos cruces de favores sobre los cuales no vale la pena profundizar ahora.
Prohibido preguntar
Pocas horas después de la tragedia, el secretario de Transporte de la Nación, Juan Pablo Schiavi, convocó a la prensa. Sin embargo, lo hizo para dar un discurso, una explicación, una versión de los hechos. Fue sólo la palabra oficial. Pero Schiavi, coherente con el estilo impuesto desde 2003, no aceptó que los periodistas le hicieran preguntas.
En definitiva, el funcionario que está obligado a rendir cuentas de sus actos a la ciudadanía, estableció sus condiciones e impuso el discurso único. Nada de explicaciones. Nada de preguntas incómodas, ni siquiera de las otras. El relato es unidireccional. Unos hablan y otros simplemente escuchan. Sin chistar. Sin dudar. Sin interrogar. Y si no les gusta, que no asistan a la pseudo conferencia de prensa.
Es verdad que existen tragedias ferroviarias, incluso, en los países más desarrollados y organizados del mundo. Es cierto, también, que en la Argentina hay sectores de la oposición -política y de la otra- que tratan de sacar algún rédito de este tipo de situaciones desgarradoras.
Sin embargo, el siniestro del tren de TBA es un hecho de interés público. Se trata de un servicio que debería ser controlado por el gobierno nacional y que tendría que brindar mayores garantías.
¿Cuál era el riesgo de que los periodistas hicieran preguntas sobre una tragedia que enlutó a todo el país ?, ¿es que acaso hay cuestiones que no tienen respuestas?, ¿o es que existen respuestas que es mejor no dar?
Los funcionarios deberían comprender, de una vez por todas, que están obligados a brindar explicaciones, a rendir cuentas de sus actos. Que el poder no sólo otorga algunos derechos, sino que también impone un cúmulo de obligaciones.
Decirlo no significa hacerle el juego a la derecha, a la “corpo”, a la oposición o al enemigo de turno. El gobierno está obligado a responder a todo tipo de preguntas vinculadas con los asuntos públicos. Aunque algunas incomoden.
Los perjudicados por estas reglas de juego donde unos hablan -cuando quieren- y otros están limitados a escuchar, no son los periodistas, ni los medios de comunicación para los cuales trabajan.
Los afectados son, en definitiva, los mismos que viajan, y seguirán viajando, como ganado en trenes deplorables.
Esos trenes que pertenecen a empresarios ricos, que transportan a ciudadanos pobres, y que circulan por un país donde no se aceptan preguntas.