Rogelio Alaniz
El Che murió convencido de que la experiencia cubana podía reeditarse en cualquier país de América latina. No desconocía la variedad de situaciones políticas, pero estaba convencido de que la subjetividad revolucionaria era la que decidía. Hace unos cuantos años José Aricó me comentó de su reunión con Guevara en La Habana. La idea era iniciar un foco guerrillero en la Argentina y se intercambiaban puntos de vista acerca de sus posibilidades reales.
La opinión de Aricó, años después, era muy crítica de esa estrategia que suponía que el foco guerrillero creaba las condiciones revolucionarias casi con independencia de los hechos objetivos. Según Aricó el Che y sus colaboradores, más que leninistas eran caballeros cristianos decididos a martirizarse por la causa. Los obstáculos objetivos, los datos impiadosos de la realidad, para ellos eran desafíos, estímulos para seguir haciendo lo mismo. La decisión de dar la vida por la revolución era algo más que una decisión, era un destino. No eran religiosos, pero estaban convencidos de que la muerte redimía.
Ciro Bustos cuenta que la primera vez que se reunieron con él, les dijo: “Ustedes aceptaron unirse a la guerrilla y ahora tenemos que preparar todo, pero a partir de este momento consideren que están muertos. Aquí la única certeza es la muerte; tal vez alguno sobreviva, pero consideren que a partir de este momento viven de prestado”. ¿Palabras de ocasión? Para nada. Ideología, visión del mundo: las inclemencias de la guerrilla purifica al revolucionario y la muerte lo santifica.
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