Las últimas estrellas de la noche se van despidiendo y el amanecer entra como un susurro por las cortinas de la casa. Estremeciendo el silencio, el gallo saluda el nuevo día con estridencia, y a los lejos, otro, propaga su canto más allá. Él ya está despierto. Su mente va tejiendo fantasías en la oscuridad de la habitación que se va aclarando lentamente. Usualmente se levanta al alba, y antes de ir a la obra, garabatea alguna historia en las libretas que se van acumulando en un estante de la rústica biblioteca que ocupa una pared del dormitorio. Un pasatiempo de soñador que sirve para amainar su oficio de constructor. También guarda allí muchos libros. Demasiados. Y como ya no caben en el mueble se van apilando prolijamente por los rincones, poblando cada espacio vacío con su universo de papel. Le gusta leer, descubrir, saber… y lo que no conoce se lo imagina. Es bueno en eso.
Se despereza despacio. Estira sus músculos y les avisa que se preparen para una ardua jornada. En el baño, lava su cara. El agua helada despabila sus sentidos. Mira el reflejo de su torso en el espejo. Una sombra de nostalgia tiñe el borde del cristal. Moja un poco su pelo castaño y se pasa el peine con cuidado. Las canas le van ganando al color y en sus ojos, surcados de arrugas, brilla una soledad resignada y serena. El tiempo, el sol y el trabajo duro han dejado su rastro en la piel. Está viejo, él lo nota, pero aun es fuerte y tiene cuerda para un rato más. Es temprano y el aire fresco golpea la garganta hasta arrancarle el sonido entrecortado de un carraspeo. Lindo para unos amargos, piensa mientras se abotona la camisa gastada. Va a la cocina, pone la pava y anota, entre mate y mate, de un solo tirón y letra a letra, los rumbos de un escribiente incansable. Cuando regrese al atardecer, volverá al relato para pulirlo mientras lo pasa a la computadora, que reina en la amplia mesa del comedor. Es un tanto antiguo su estilo, pero es agradable dibujar las frases sobre la hoja limpia, como un ritual de alumbramiento donde él es el creador de mundos y de seres.
Cuando pone el punto final, prende la radio. Le gusta la compañía de las voces, la información que se mezcla con la música, la mente asociando las palabras a imágenes posibles hasta armar la realidad. Después de oír las noticias, la apaga y sale apurado. Los ladrillos y el cemento esperan en una esquina del pueblo. Estaciona la camioneta y sube el volumen del estéreo. Hoy hay un partido de la selección en el mundial y estar atento a la secuencia de los noventa minutos de juego tiene una carga extra de emoción, aunque el chamuyo deportivo lo abruma. Es el primero en llegar, está a cargo y tiene que dar el ejemplo. Busca la camiseta dentro del bolso y se la pone encima de la ropa. La Azul, la alternativa del 86 en México, cuando tocamos la gloria de la mano del Diego. No le gusta mucho el fútbol, pero estos encuentros tienen una motivación especial, una significación patriótica que le despierta un entusiasmo singular. Enciende el fuego en un tacho, le manda un mensaje a uno de los muchachos para que de camino compre unas tortas fritas y prepara los mates, ilusionado…Es uno más de millones de argentinos expectantes que ruega a Dios el milagro de una alegría, la esperanza de otra copa, en este país desconcertado y caótico, mientras el relator anuncia que el equipo entra a la cancha.