Guillermo Garibay
Guillermo Garibay
En las largas siestas latinoamericanas y de otros lugares del planeta suele aparecer el mundo real, es decir, el de los niños. Ocurre que semejante prodigio no puede suceder a la vista de gente adulta. Ellos no comprenderían que los pocos soldaditos de plástico que tenemos hablen entre sí, ni que rodeen una columna de hormigas negras que transportan quién sabe qué peligrosas armas para espiar adonde las ocultan.
En estas siestas latinoamericanas han vivido y crecido los miles de desconocidos "Jorges Amado", "Gabrieles García Márquez", "Augustos Roa Bastos", "Pablos Neruda", "Julitos Cortázar", y tantos, tantos otros más. En este universo perfecto suele haber materias fundamentales, como en todo universo: aire, sol, agua, objetos diversos de madera o plástico, papel. De hecho, con papel se hacen las pelotas con las que se juegan las finales y todos los partidos de los mundiales de fútbol, lo que explica que esos niños escondidos en el cuerpo de jóvenes de diversa edad que se ven en la televisión puedan llevarlas como pegadas inexplicablemente a sus pies, a sus cabezas, o girando alrededor de sus cuerpos, como los planetas lo hacen alrededor del sol.
Ya se sabe que en el universo de las siestas de los niños latinoamericanos la ley de la gravedad no se aplica. Caer no es caer, sino haber sido tocado a la entrada del área grande del Maracaná con la pelota dominada, y que mientras nuestro elástico cuerpo rueda es natural que busquemos la mirada del árbitro que debe estar ya cobrando el penal. Agitados, ya en el suelo, sentimos a la gente gritar de alegría en las tribunas y claramente vemos sus cabecitas en cada una de las hojas de los árboles que nos rodean o de las plantas de las dunas que nos rodean.
Hay algunos perritos callejeros que nos observan: pueden ser, tal vez, los señores del VAR o los fotógrafos con cámaras y objetivos enormes que -seguro- toman el primer plano de nuestro rostro, abierta la boca buscando más aire, perlada la frente de sudor, galopante el corazón mientras aguardamos que el árbitro cobre ese penal .. Los segundos parecen siglos … miramos nuestro pie dolorido y sucio, y el botín más maravilloso y dorado que en realidad vemos muestra la marca de la infracción. Cobran el penal y nos sentamos en el suelo, para la mueca de colocarnos bien ese botín que no tenemos, que no existe pero que obviamente existe. Sacamos algunas briznas de yuyitos de nuestro empeine desnudo y lleno de tierra, nos paramos, y a seguir el juego...
En las siestas de Latinoamérica no existen monedas. Las fortunas que inflaman nuestros bolsillos son algunas canicas, algunas figuritas de un álbum que nunca llenaremos, y pequeños objetos que naturalmente los adultos no conocen ni pueden entender su uso. Los árboles son hogares, o castillos. Los charquitos de la lluvia océanos para que nuestras flotas hechas con hojas y tripuladas por hormigas y otros insectos, naveguen orgullosas hasta el confín del planeta.
En las largas siestas latinoamericanas suele aparecer el mundo real, es decir, el de los niños. De los talleres infantiles salen juquetes, naves espaciales, viviendas, mitos y leyendas. También pueden salir camisetas de fútbol, porque nos hemos propuesto para el siguiente partido ir ataviados como nuestros ídolos. Miles de Messis, Ronaldinhos, Ronaldos, Modrics, Mbappés, Benzemás, Kanes, De Bruynes, Lewandowskis, Luisitos Suárez, Van Dijks, Pedris, encarnados en los niños del mundo están ahora mismo mostrando sus dones en los estadios de todo el mundo, con pelotas de papel o de lo que haya para fabricarlas, con botines dibujados sobre los pies desnudos, con pantalones que nos quedan grandes, muy grandes, y con esa camiseta … esa, la que se nos aparece en sueños.
Nuestros ídolos sí que son reales. Ni Batman ni Superman pueden hacer esas jugadas y firmar autógrafos ni mostrar fotos de cuando ellos fueron niños. Cómo no tener esa camiseta, si cuando nos la ponemos nos transformamos del modo que sólo puede ocurrir en las siestas latinoamericanas, o en los campos devastados por la guerra en diversos lugares del mundo. Rápido, entre la pobreza, entre los escombros, cuando haya pasado lo peor, hagamos un partido. ¿La pelota? Esta lata vacía, esta ropa vieja hecha un nudo. ¿Los arcos? Estos ladrillos, estos palos cortos para el arco sin travesaño y sin red. ¿Las camisetas? En cualquier prenda que tengamos puesta se dibuja el número, tal vez el 10, tal vez el 1, no sé … ese número mágico que nos lleva lejos, arriba y adelante … ese número que nos saca de este pequeño pozo y nos muestra el cielo y todas sus gloriosas estrellas y planetas…
Ya no estamos descalzos, ya no tenemos hambre, ya estamos construyendo un sueño, ya corremos y nadie nos puede parar ni sacar la pelota, ya somos libres, la gente delira en las tribunas, nuestros padres, madres, abuelos, están en alguna platea mirándonos orgullosos, ya no hubo que dejar el pan para los hermanos más pequeños, el otro arco está cada vez más cerca, sigo corriendo, nadie puede pararme, el arquerito no sabe si salir o esperarme y en ese instante de duda lo eludo y sigo y es gol …. Salto y grito, mi camiseta con el 10 dibujado y el escudo de papel con las estrellas dibujadas se mueve trémulo …. Inolvidable gol. Lo recordaré siempre, y cuando tenga hijos y tenga nietos les contaré que esa siesta estaba jugando solo, pero que soñar y construir sueños está permitido, es necesario, es posible, y básicamente, nos hace felices con un tipo de felicidad que dura, dura mucho, mucho tiempo, y se guarda en el alma para toda la vida.
Ya sé que un día vendrán Messi o Neymar a pedirme esta camiseta. Se las voy a firmar, pero tomaré unos minutos para contarles cómo la hice y el tiempo que me llevó hacerla. Y seguro que ellos me van a contar una historia muy parecida. Por eso, quien no haya podido hacer un gol así, que al menos lo intente ahora, tenga la edad que tenga; que haga ese gol y se tire al suelo a festejar, pero que se ponga una camiseta vieja y rota, y le escriba el nombre de su ídolo. Y que se quede en el suelo sintiendo todo eso que se siente, desde el momento en que decidimos hacer la camiseta, la imaginamos, le fuimos preparando sus partes, pegándole o dibujándole números y letras, hasta el momento de ponérnosla por primera vez, aunque no tuviéramos espejo. No importa, porque se siente. Se siente como que el ídolo y el niño eran una misma e inescindible persona. Si hasta caminábamos como él. Y saludábamos a los perritos callejeros que nos miraban curiosos con la mano en alto, del mismo modo que nuestro ídolo ,y era evidente que la gente no nos veía a nosotros cuando pasábamos, sino que lo veían a él, al ídolo, a ese ídolo gigantesco que todos llevamos dentro.