La renuncia más esperada del mundo llegó por sorpresa. En medio de un dólar que nuevamente comienza a inquietarse y se dispara a valores récord, la crisis de gasoil con la protesta de los productores en la calle, la inflación fuera de cualquier ilusión de control y los mercados completamente alterados, que se imponen por escándalo a cualquier expectativa favorable que pudiera generarse por los datos de crecimiento que alimentan la macroeconomía.
Pero más allá de una cuestión de grados, y de la percepción de deslizamiento hacia la barranca que generaron estos factores, no puede hablarse de una crisis económica diferente en la sustancia a la que viene afrontando el gobierno de Alberto Fernández, y que intentó controlar en vano mientras invocaba tres jinetes apocalípticos como verdaderos responsables: la pandemia, la guerra y, por supuesto, Macri. Los espantajos bíblicos que vinieron a ensañarse con el país, justo en plena “crisis de crecimiento”.
Es decir, en mayor o menor medida, más o menos lo mismo de siempre. Pero lo que catapultó al ministro Guzmán del asiento más bombardeado del gabinete nacional (donde logró mantenerse durante un tiempo récord, a fuerza de puro empecinamiento presidencial y usando el acuerdo con el FMI como tenue coraza protectora), es la política.
Es la economía, también. La zozobra existe, las cuentas públicas se azotan en el vaivén, y el rumbo es una incógnita. “No hay plan económico”, suelen resumir los analistas más críticos, y las maniobras verbales del oficialismo no logra siquiera hacer parecer algo así.
Pero sobre todo es la política. En algún momento, el kirchnerismo llegó a la conclusión de que los buenos modales del ahora ex ministro, e incluso sus tímidos intentos de congraciarse con Cristina Fernández, no eran suficientes para considerarlo tropa propia. Sobre todo cuando pretendió tener algún nivel de autonomía, e incluso el tupé de aspirar a desplazar a alguno de sus funcionarios inferiores. Y máxime cuando no sólo se mostró incapaz de generar las condiciones para permitir una mejor perfomance electoral del Frente de Todos en las legislativas, sino también de manifestar habilidades suficientes para conciliar mínimos intentos de saneamiento financiero con las exigencias del distribucionismo populista. El imperativo partidista tornó necesario recuperar el vituperio al Fondo, con el ministro en la linea de fuego. La mezcla de consignas del peronismo tradicional, la indignación sobreactuada y el creciente trasegar de invectivas enmarcadas en la necesidad de agitar funcionales e inveterados enemigos, se llevó por delante cualquier inclinación a transitar el sendero del sentido común y la gestión responsable.
Es la política, entonces. En el peor momento de la economía. Que por obra y gracia del hartazgo y la impotencia de un “técnico” que no pudo hacer gala de sus destrezas, ni jugar adecuadamente el juego que se le reclamaba, desembocó en el peor momento político del gobierno de Alberto Fernández. Uno que implica la más absoluta incertidumbre de qué puede pasar el lunes, por no hablar de los largos meses que aún esta gestión tiene por delante. Un panorama desolador, teñido de amenaza, y sumido en la sensación de la inminencia del desastre. El cuarto jinete.