Dr. Hugo Valderrama (*) | Especial para El Litoral
Dr. Hugo Valderrama (*) | Especial para El Litoral
Se cruza en la calle con un conocido que lleva un tiempo sin verlo, se saludan enérgicamente hasta con un abrazo, pero cuando lo tiene que presentar a una persona que lo está acompañando, quizás le pasó de pensar... “qué papelón, no me acuerdo cómo se llama”. En cambio, si se cruza con un ser vivo de cuatro patas, con un pelaje cubierto de lana blanca, es casi imposible no recordar que se llaman ovejas. La dificultad para recordar los nombres de las personas tiene como base que el cerebro no los puede catalogar en su “atlas”: un conjunto de categorías creadas a medida que detecta características repetitivas comunes sobre determinados tipos de objetos.
¿Qué características distintivas tienen en común todos los rostros de los hombres llamados “Fernando”?... ninguna. Los nombres son asignados a cualquier rostro y dependen de la arbitrariedad de los padres al momento de elegirlos. Por ello no pueden ser guardados en ese “atlas”, dentro de la memoria semántica. El cerebro necesita crear conexiones neuronales aparte, cada vez que tiene que unir estas denominadas “expresiones referenciales puras” con un determinado rostro en particular. Es una tarea ardua, considerando cuántas personas intentó memorizar el nombre durante toda su vida.
Por otro lado, ¿se preguntó por qué puede diferenciar un rostro de otro, entre miles de millones de humanos, pero por ejemplo, le costaría diferenciar los rostros de un puñado de ovejas? El cerebro tiene un sector especializado que se dedica exclusivamente a diferenciar entre miles de millones de configuraciones de rostros humanos. Cuando ocurre un daño en esta área, por ejemplo por un ACV, esa persona no podrá diferenciar rostros ni siquiera entre familiares, e inclusive el suyo propio en un espejo (síntoma llamado “prosopagnosia”). No somos la única especie con esta capacidad; se ha comprobado que las ovejas, otra especie con actividad social, también pueden diferenciarse por sus rostros entre ellas, aunque a nosotros nos parezcan casi todas iguales.
Por suerte, el rostro no es el único recurso para almacenar y recuperar un nombre. Los docentes terminan recordando nombres de una inmensa cantidad de alumnos durante décadas, asociándolos a datos como el comportamiento (“el tímido Fernando”), a su dedicación (“la guitarrista Sofía”), e inclusive usando la memoria espacial por donde se sentaban (el que siempre estaba en el último banco “José”). Por supuesto, que cualquier estímulo junto a emociones será mucho más fácil de recordar en el paso del tiempo. Quizás aún tenga en su memoria el nombre de la primera persona que besó, aun si pasaron décadas sin volverla a ver o pensar en ella.
Aquí la advertencia a tener en cuenta. Ante la duda, de que más allá de esta dificultad fisiológica explicada anteriormente para recordar nombres, le está costando hacerlo sobre personas que le parece no debería olvidarse, o simplemente cree sentir un cambio negativo sobre su capacidad previa, debe consultar a su médico neurólogo para determinar si ha agregado, o no, una alteración patológica en funciones como su memoria.
(*) Méd. Neurólogo, Máster en Neurociencias. (Mat. 5010)
El cerebro tiene un sector especializado que se dedica exclusivamente a diferenciar entre miles de millones de configuraciones de rostros humanos. Cuando ocurre un daño en esta área, por ejemplo por un ACV, esa persona no podrá diferenciar rostros ni siquiera entre familiares, e inclusive el suyo propio en un espejo.