Miércoles 26.7.2023
/Última actualización 16:25
Cuando esta nota salga -como sabe decir la jerga periodística- Graciela Schvartz ya le habrá contado a su amiga, Inés Fernández Moreno, lo que prometió al final de aquella conversación publicada el 17 de julio pasado. Y, seguramente, Inés le haya recordado que semanas atrás dialogamos, también telefónicamente, sobre su flamante libro publicado por Alfaguara.
“No te hagas ilusiones”. De eso se trata este escrito. De una historia mínima al lado de otra. “Una anomalía minúscula, una pelusa, un resorte, una tuerca fuera de lugar que parece conmover otros órdenes” (Fernández Moreno, 2023:10). Un muestreo de experiencias íntimas que significaron algo para Inés. “Yo escribo un cuento. Después, otro. Y después otro. Cuando tengo seis o siete, me voy dando cuenta si se está armando algo”, introduce a El Litoral.
El gran maestro de Fernández Moreno fue Abelardo Castillo (especial atención al final de “Me rompe el alma, dice”). En sus talleres, Inés talló -justamente- el oficio de escritora. En tiempo presente recuerda a su maestro como un oyente de lujo. Escuchaba el cuento e, inmediatamente, sacaba una radiografía. Exacta. En la última edición de la Feria del Libro, Liliana Heker -cofundadora de “El Ornitorrinco" junto a Castillo y Sylvia Iparraguirre- fue homenajeada por sus afectos especiales.
Allí estaba Inés. Y recuerda lo que su compañera dijo del maestro en común: percibe todos los problemas de un cuento. Tenía una comprensión y una profundidad iluminadoras. “Ese contacto con alguien tan apasionadamente inmerso en lo que hace es muy fuerte y muy contagioso. Y su nivel de exigencia, muy alto. Abelardo nos leía un cuento, no sabía si estaba bien o no. Por supuesto, ¡era un cuentazo! El escritor siempre tiene ese lado de inseguridad o de duda. Es mejor tenerlo”.
Inés se detiene en el hilado fino de las dieciocho historias que estructuran “No te hagas ilusiones”. Parece que los tres primeros cuentos (“Impar”, “Deriva” y “Preguntas raras”) preparan la mesa. Disponen, acomodan, ordenan. “Es un poco intuitivo, no te creas”, avisa la autora.
Algunas palabras, algunas frases. La cinta sigue girando. Vacilante precariedad. El pensamiento sin terminar. Pero una cosa son las palabras y otra el peso del cuerpo sobre su cuerpo. “Esto también es una lección de Abelardo. Al principio, uno de los cuentos más poderosos. Otro, en el medio. Y otro, en el final. Entre el del principio y el del medio, y el del medio y el final, voy viendo cómo alterno. Como un chef va viendo de qué manera tira los ingredientes”.
En la quinta estación, la homónima, Inés lanza un interrogante que ronronea dentro del libro entero. “¿No debería haber también álbum de desdichas, desesperanza, indiferencia, aburrimiento?” (Fernández Moreno, 2023:58). Consultada, se explaya: “En los álbumes, uno contabiliza momentos de felicidad, pero sabemos que hay otros que son más complejos. Esas cuestiones no tan luminosas son las que van apareciendo con mayor nitidez a lo largo de los años”, reflexiona Fernández Moreno.
Más adelante, reconoce: “Tengo una mirada melancólica”. Por eso, “todo el libro [NdR: que tuvo como título optativo “El arte de perder”, nombre del décimo cuento] está teñido por cierto espíritu de pérdida. A medida que uno va dejando de ser joven, se renuncia a una serie de cosas. Por supuesto, aparecen otras, como experiencias de vida y una mayor comprensión. Pero, en relación con el entusiasmo y el optimismo de la juventud, se empieza a tener una percepción más realista y más dura de la vida. Hay -o debería haber- un aprendizaje de cómo manejar esas pérdidas”.
Hace diez años, fue publicado “El cielo no existe”, un ejercicio de puntillismo literario que genera una novela. “Yo pienso que soy, sobre todo, cuentista. A mí, las novelas se me construyen como si fueran una sucesión de cuentos. Cada capítulo debe tener un núcleo fuerte y un cierre. Además, como el personaje de esa novela (Cala) habla de una manera muy particular, se me ocurrió iniciar cada capítulo con esa palabra que dice la madre [Sixtina] y que para su hija tiene una resonancia profunda. Me quedé encantada con el descubrimiento”, explica con risa perentoria. Inés Fernández Moreno demuestra tener el ojo del coleccionista, ya lo dijo María Sonia Cristoff.
Aquella Sixtina cincela algunos personajes de “No te hagas ilusiones”. Pero la incisión más honda queda en Cora, protagonista de “Scrabble”, como el juego de mesa que la pequeña Inés compartía con su padre. “Mi viejo hacía juegos de palabras, rimas absurdas. Decía que la máquina de escribir lo tenía candaso porque era el error que cometía cada vez que quería escribir cansado”.
Pero, además, el cuento vuelve a iluminar una zona sensible en la estructura de Fernández Moreno: la pérdida, la desmemoria, el juego como una suerte de rescate. Al día de hoy, IFM se sigue “salvando” a través de ese método curioso y atrevido. A punto de cerrar la respuesta, afila dos anécdotas en modo stand up:
-Voy a la ferretería. El ferretero me dice: Lo que Usted necesita es un prisionero. Por favor, ¡explíqueme qué es un prisionero! Es un tornillo que no tiene principio ni fin, entonces queda atrapado entre dos engranajes.
-Tengo una amiga a la que se le cayó un pedacito de pelo en algún lugar. ¿Sabés cómo se llama? Lunar de ausencia. Pero… ¡es un poema!
"Me resulta mucho más natural y cercano el cuento que la novela", reconoce la autora. Crédito: Gentileza Penguin Random House“Siempre tuve muy mala memoria. Y es algo que lamento muchísimo, porque es una gran cantera para un escritor”, entiende Inés. “Muchas veces, escribir es un intento de recuperar recuerdos, con todo lo que tengan de falsedad”, amplía.
En las pérdidas de objetos como una bota o una billetera, se contabiliza también la pérdida de la memoria, la vida que pasó. “Uno puede decir: Esto ya pasó, a otra cosa. Pero lo que va viniendo de la otra cosa es terrorífico: vejez, enfermedades, gente que se muere”. Paradójicamente, luego de decirlo Inés libera un recuerdo sobre el olvido: Aureliano Buendía y sus cartelitos para nomenclar animal, planta o cosa con la que interactuara en Macondo. Acto seguido, reflexiona: “La memoria sostiene tu mundo”.
Y el mundo de IFM se sostiene, hoy, desde una expresividad “más austera”. A la par, escruta la ex publicista, “me fui preocupando menos por lo que pedía el artefacto-cuento”. Formada en la escuela abelardiana, Inés aprendió a configurar la ingeniería interna de una historia; supo del peso de la estructura, el desarrollo y el final. Pero, en los últimos tiempos y en sus últimas lecturas, se fue “volviendo más libre”.
Sin perder la estructura clásica de Poe, actualmente, Fernández Moreno experimenta con variantes más fragmentarias (o más efectivas), en sintonía con una de sus últimos hallazgos: Lydia Davis. “Ella escribe lo que se le canta. Tiene un cuento recontra clásico y después una carta a un fabricante de mermeladas protestando porque escondió una mosca dentro de un frasco. Y, sin embargo, de eso hace literatura. Vaya a saber cómo se puede definir hoy qué es un cuento. Pero lo importante es que haya una intensidad que te conmueva”.
Varias de las historias que urde Inés tienen animales como protagonistas. “Mi perra y yo”, “Buenas mascotas”, “Animales perdidos”. Cuando era muy chiquita, recuerda, “la familia estaba como desarmada” por la separación de sus padres. “Teníamos gatos, cotorras. Se morían”, despliega abriendo las puertas a su viejo cuento “Malos pastores”, localizado en “Hombres como médanos” (2003).
Una vez que constituyó su familia, Inés le dio una nueva oportunidad a la fauna casera. Tuvo gatos, tortugas, hámsters, perros. “Siento que a medida que crecí y fortalecí mi relación con estos dos perros, me conecté de una forma más profunda y responsable con ellos”. Una sensación extraña de continuidad.
En tiempos de pandemia, Inés estrechó el vínculo con sus compañeros peludos, al punto de tomar la costumbre de salir a pasear por el barrio acompañada por su perra. “Parque Chas está lleno de carteles de animalitos perdidos. A mí me despiertan mucha curiosidad. En esos textos y en los RECOJA LA CACA DEL PERRO, ves la agresividad o la buena onda de la gente. Adivinás la intención”, dice sobre el método que asoma en “Animales perdidos”.
Inés se asume flâneur. Y en el barrio diseñado por Frehner y Guerrico, barrio al que dedicó un texto viral llamado “Milagro en Parque Chas”, encontró un yacimiento narratorio. “Parque Chas tiene esta cosa misteriosa de las calles circulares. Al estar lejos de las avenidas, del frenesí, de lo comercial, florece cierta originalidad”, dice la caminante.
“Te encontrás con un canillita que vende huevos. Y el Pago Fácil… ¡también vende huevos! ¿Qué pasa con los huevos? ¿Hay algún vecino que tiene una granja y los vende?”, agrega dosificando información y risotada. “Una señora cuelga sus prendas para vender. En la ventanita, como si fuera la vidriera de un negocio, escarpines, calzoncillitos y medias colgadas. Y un cartel: SU PREGUNTA NO NOS MOLESTA”.
En una de sus vueltas hasta Agronomía, la periodista y Licenciada en Letras escuchó decir a un paseador de perros: “Entonces me la garché”. Algunas palabras sueltas llegó a pescar Inés. Mirando las nubes, tal vez pensando un cuento, “Preguntas raras” empezó a perfilar. “En otra época, se decía que las mujeres tenían aventuras con el sodero o con el electricista, ahora capaz la tienen con el paseador de perros".
Pero ese no fue el único desafío. Hubo que "estar con la oreja atenta a cómo habla la gente. Yo digo cosas que, por ahí, suenan de Matusalén. Como “¡Ay, qué plato!”. En ese cuento tenía que hacer hablar a un pibe de 20". Se lo dio a su hija de treinti para que lo leyera; le subrayó bocha de frases. "Cuando pertenecés a cierta generación, una parte del lenguaje que manejás es un poco anacrónica. Y hay otro lenguaje nuevo, que por ahí incorporás bien y por ahí incorporás mal. Esa es otra cuestión interesante que se plantea en el lenguaje del escritor”.
De yapa, la duda. “Tengo tendencia a la pregunta porque me cuesta mucho afirmar cosas”, explica Inés. Pero también, el arte de interrogar. Algo que en su obra es un re-pliegue, una segunda voz, patente en verbos como pensar y decir. “Hay un ping-pong en lo que se piensa o se dice, surgen distintas alternativas para confrontar”, asiente. “Supongo que hay una búsqueda en la escritura. Porque escribir, como decía el maestro Abelardo, es una forma de pensar. El pensamiento es un poco confuso, se mezcla con sensaciones. Cuando vos escribís, el pensamiento surge con otra claridad”.