Roberto Schneider
Crítica de la obra teatral "…elhiloazul…”, de Edgardo Dib, que se presenta en la 3068.
Roberto Schneider
La producción de Edgardo Dib puede considerarse, en su conjunto, el más elocuente y exhaustivo testimonio dramático de las tres o cuatro últimas décadas de la historia argentina. Es sobre todo en este sentido que Dib encarna en su persona el teatro santafesino y se erige en un modelo. Eso más allá de la calidad intrínseca de cada de sus textos y de su condición de artista genuino, poco amigo del quietismo y la complacencia, como su compromiso vital y su apuesta por los valores más altos del ser humano y la sociedad. Si alguien duda de esto, ahí está en La 3068, la emblemática sala del verdadero teatro, “…elhiloazul…” (así, todo junto)
Por la belleza de sus imágenes, por la fuerza dramática que surge de la escena, por la perfecta sincronización de ritmos, tiempos y palabras hay que decirlo directamente, “…elhiloazul…” resulta excelente. Hay en la concepción estética de Edgardo Dib una profunda síntesis entre el lamento profundo de un dolor indecible y el camino trágico de sus personajes. Y están cuarenta años de la historia política de nuestro país. Una vez más hay que decir que el teatro no es sólo un texto literario. También es una poética destinada a los sentidos, una escritura escénica que se expresa a través de la luz (magníficas), del vestuario, de la escenografía y de otros signos que configuran el lenguaje de la representación. Esta obra habla de nosotros y es por eso que se expresa con tanta verdad y emoción. Y su manera de crear forma (y es la forma lo que define el discurso estético) apunta a la sensibilidad de los espectadores.
Cuando se encienden las luces sobre la escena están los asientos de los personajes. Son como una masa inerte frente al tiempo. Son seis seres abandonados, sin casi afectos sinceros. Son seres del querer ser y no poder. Por eso el campo y la ciudad aparecen como la luz de un sueño inacabado. El director crea un espacio para su obra. La invención tiene que ver con una necesidad de representar como con la determinación de un clima. Otra de las particularidades del texto es su construcción: una serie de escenas que, si bien podrían funcionar de manera casi autónoma, conforman la dolorosa historia de esa familia con tanto para decir. Es esta estructura la que también permite que el espectador arme su relato en el que las escenas pueden sucederse en cualquier orden.
María Rosa Pfeiffer, Raúl Kreig, Luchi Gaido, Vanina Monasterolo, José Pablo Viso y Alejandra Echarte son los integrantes del elenco. En sus voces perfectas, quebradas, ahogadas y profundas se sintetizan el sufrimiento y la grandeza. Sus relatos brotan y cautivan y enternecen y provocan dolor. Y vuelven a cautivar. Con el dominio de sus movimientos, con su elocuencia, con la carga de intención que ponen en cada gesto renuevan momento a momento el asombro del espectador. El diseño y realización, el espacio escénico, la iluminación y la banda sonora son de Edgardo Dib; el diseño gráfico de Alejandrina Echarte y Dib, la realización gráfica de Echarte, la fotografía de Martín Bayo y la asistencia de dirección de Rubén von der Thusen.
El espíritu realista se yergue con toda la fuerza para confirmar que el gran teatro del mundo es una aventura insospechable para el ser humano. Pocas cosas son tan bellas como el buen teatro. Aunque, como en este caso, sean lacerantes. E inaprensables, como la vida misma.