-¿De dónde sacaste esa máquina de escribir?
El recuerdo de los inicios en la redacción de calle San Martín.
-¿De dónde sacaste esa máquina de escribir?
-De su oficina, don Riobó. Me dijo Armando Lombardi que la traiga porque yo todavía no tengo.
-¿Y tenés para mucho?
-Recién empiezo.
-Bueno… Trabajá por hoy con esta máquina… ¡Pero sólo por hoy!… Y mañana la quiero en mi oficina otra vez, ¿entendido?
-Sí, don Riobó.
-Ah… Decime una cosa, ¿cuántos años tenés?
-17.
-Te advierto algo desde ya. Aprovechá a esta empresa, porque esta empresa te va a abrir muchas puertas.
Así arranqué en aquella oficina de la sección Deportes en calle San Martín, allá por finales de 1979. No tenía máquina de escribir (las viejas Olivetti eran una “maza”) y a Armando, el querido e inolvidable Jefe de Deportes en ese entonces, se le ocurrió la “brillante” idea de que nos llevemos la del ¡Director del Diario! Don Riobó Caputto era una eminencia, imponía respeto lógico, pero a su vez tenía ese don de trato cordial y cercano. Cuando lo ví parado delante mío y mirando lo que era su máquina de escribir, pensé que mi permanencia en el Diario se termina ahí nomás. A las pocas horas de haber entrado. Estaba solo en la oficina de Deportes porque era un domingo por la tarde. Y lo mandé “atado de pies y manos” a Armando, que era ya una “institución” en El Litoral. No podía ser de otra manera con mis demasiado juveniles 17 años. Pero además, la idea había sido de él y no mía. El susto me duró todo ese día. Y al día siguiente, lo primero que hice fue llevar la máquina a la oficina del Director antes de que llegue y no la encuentre. Otra vez estaba sin máquina. Y no va que Armando me dice: “¿Qué hiciste con la máquina?, ¿para qué se la devolviste?… ¡Andá a buscarla y traela de vuelta, chiquito!”. Así me decía Armando, chiquito, cariñosamente. Mientras iba caminando a “robarle” otra vez la máquina de escribir al Director (dicho sea de paso, era la mejor del Diario) pensaba qué sería de mi vida en las próximas horas. Sobreviví. No me la reclamó. Y esa máquina fue la que usé durante bastante tiempo, hasta que un buen día me trajeron otra y silenciosamente y sin decir nada, se la devolví a don Riobó.
Así empecé en El Litoral en aquel inolvidable edificio de San Martín 2659. Ese olor a parquet recién encerado que había en las oficinas del primer piso y el humo de los cigarrillos. Los domingos a la noche, cuando preparábamos el suplemento del lunes, la de Deportes parecía Londres por la neblina. Y cuando terminábamos, la cita era en el Hernandarias (el bar de al lado que antes llevó el nombre de La Técnica), cuando otro inolvidable periodista de aquellos tiempos – Juan Carlos Romano – hacía preparar sandwiches enormes y a los que no le faltaba nada, terminando las jornadas bien regadas y de madrugada.
Tengo presente cada rincón de aquel edificio, sus escaleras, un ascensor que nunca usaba y el camino hacia el Taller en donde estaba la Marenoni (la vieja impresora que asustaba por su tamaño imponente). Montel de la Roche – era una especie de encargado o subjefe de Deportes en aquel momento – me invitaba al mediodía a que lo acompañara al Taller. Ese olor a plomo y tinta era muy particular. Y me llamaba la atención la capacidad de aquellos laburantes que iban acomodando el material periodístico en esos cajones de 9 columnas tamaño sábana, porque así era el Diario, con una maestría inigualable. Aprendía con ellos. Y me sorprendía la capacidad que tenían para leer al revés, pues de eso se trataba el armado y el paso previo a que las páginas vayan a impresión.
Saliendo de Deportes, primero se pasaba delante de la puerta de la oficina de Telegramas (salían los cables de las agencias noticiosas con las informaciones nacionales e internacionales), luego por un pequeño living que daba a las oficinas del Director (Riobó Caputto) y del subdirector (Enzo Víttori) y luego se entraba en la Redacción General, que a su vez tenía tres pequeñas oficinas a los costados, una de ellas del también inolvidable Enrique Smiles, que nunca se iba del Diario antes de que le trajeran el primero de los ejemplares que salía de la rotativa para que le pegue el “visado” final.
Los sábados a la mañana se hacía ineludible el paseo céntrico por la peatonal. Todavía San Martín era calle en esa cuadra, pero en La Rioja hacia el sur se iniciaba la peatonal y muchas veces apurábamos aquél frenético ruido de los teclados de la máquina de escribir y esos papeles que a veces terminaban hechos un bollo y tirados al tacho de basura cuando algo no salía como se deseaba, para ir a dar la tradicional vuelta por la peatonal.
Siempre cuento que yo aprendí a dar mis primeros pasos de verdad en El Litoral de San Martín, porque mi viejo solía llevarme algunas tardes, cuando debía hacer algo que no le demandara tanto tiempo o un trámite ajeno a lo que era su función de periodista antes de ser funcionario de otras áreas más comerciales del Diario. Y nunca olvidaré el hecho de haber visto, con sólo 12 años, los partidos de la selección argentina en el televisor – blanco y negro, obviamente – que había en Deportes, del Mundial de Alemania de 1974. Ya sabía escribir a máquina (teníamos mecanografía en la escuela) y armaba la crónica de los partidos, que obviamente no se publicaban. Ya tenía en claro, por entonces, a lo que me iba a dedicar algunos años después.
Se me cruza la imagen de mucha gente, la mayoría de ellos ya no está. Armando Lombardi, Rodolfo Raviolo, Cacho Roteta y Juan Carlos Romano, eran los “viejos” que tenía a mi lado y que me enseñaban, me protegían y de los que fui amigo, más que compañero de trabajo. Chilín Eusebio siempre me daba unos pesos más de viáticos para los viajes porque Yappert, el tesorero, era un “alemán infranqueable” (un fenómeno). Y no quiero nombrar a nadie más porque cometeré el imperdonable error del olvido.
Ya en los últimos tiempos, cuando combinábamos el trabajo entre San Martín y el nuevo edificio en el que se iba moldeando la estructura de lo que luego fue ese enorme local propio con entrada por Rivadavia y por 25 de Mayo, nos encontrábamos los lunes con Armando Lombardi y Marcelo Mendoza en San Martín y desde allí nos íbamos caminando a Rivadavia para observar el armado del suplemento que habíamos escrito la noche anterior, por si había que agregar o quitar algo. Pero en San Martín casi Suipacha, había una parada obligatoria: la casa de Armando Lombardi, donde Delia, su esposa, nos esperaba con un desayuno que no le envidiaba al de un hotel cinco estrellas.
En San Martín estaba trabajando el día que escuché por radio: “orden 313… sorteo 673”, en 1980, anunciándose que debía hacer el Servicio Militar al año siguiente. Y también allí estaba, ya de baja, cuando recibí el llamado para ser reincorporado cuando se produjo la toma de Malvinas.
A San Martín nunca faltaba los domingos a la mañana, por más que la noche de los sábados se hacía larga y apenas había un par de horitas para dormir. O a veces, nada. Y don Julio Lallana, que ya estaba jubilado pero colaboraba los domingos a la mañana y era el encargado de cerrar las páginas, se daba cuenta y a veces se enojaba un poco…
Y cuento lo último, porque hay anécdotas para un libro. La pizarra… La famosa pizarra donde se escribía con tiza los títulos más importantes del día y la gente se agolpaba en la vereda para leerlos. A nosotros nos tocaba los domingos, con los resultados de la fecha (eran tiempos en que se jugaba la A los domingos y la B los sábados). Y había que hacerlo rápido. Y con buena letra, obvio. Y sin errores, más que obvio.
San Martín… Inolvidable y entrañable local donde fui aprendiendo cosas de esta profesión cuando recién estaba saliendo de la adolescencia… Y donde también aprendí cosas de la vida.