Por Estanislao Giménez Corte
Por Estanislao Giménez Corte
Diletante: adj. Que tiene afición por una o varias artes o disciplinas del saber.
I
¿Por qué alguien escucharía, noche tras noche, a lo largo de los años, a la misma hora, un puñado de relatos reiterados, construidos sobre unas mismas similitudes y correspondencias, proferidos casi por las mismas personas -con sus giros reconocibles y sus tópicos revisitados y sus tempos asumidos-? ¿Será por la ofrecida dosis pendular entre el humor costumbrista y el rasgo intelectual, que quiere mirar en lo profundo, pero no pierde sin embargo la carnadura de las cosas que están a nuestro lado? ¿Será por la ofrecida dosis pendular entre el humor costumbrista y el rasgo intelectual, que quiere mirar en lo profundo, asomándose a las profundidades, pero no pierde sin embargo la carnadura de las cosas que están a nuestro lado? ¿Será porque esos relatos, en sus diversas manifestaciones -la música, el teatro, la reseña de mitos, historias y literaturas, la inventiva "de barrio", la picaresca criolla, la ironía y el humor absurdo- se yuxtaponen y dialogan, aunados en una mixtura única? ¿Será porque en cada representación esos relatos son los mismos y a la vez otros?
II
Se escribió alguna vez que al destino le "agradan las repeticiones y las simetrías". En ciertos cenáculos académicos se asume que la empatía que se genera entre las audiencias y los emisores de los medios de comunicación está concentrada en una fórmula que repetiremos en esta síntesis: "compramos" una forma de hablar o, mejor, "compramos" una forma en que se nos habla…. pero no, eliminemos ese tono utilitarista: nos hallamos en una forma en que se nos habla. Ahora, esos relatos, esos tópicos, esas cadencias, desplegadas en el tiempo, configuran un mapa para nuestra orientación y de alguna forma nos guían: se vuelven familiares y se parecen a una música querida o a una comida familiar o a la mano extendida de un amigo. Así, la repetición, lejos de ser abrumadora, deviene en un hábito, en una bella costumbre, en una rutina, en un lugar en el que estar. Sucede también que entre esas recurrencias se cuelan aquí y allá pequeñas rupturas (novedades, invenciones, hallazgos, pasajes novedosos) que se despegan de la rutina y salen de ella para encenderla o iluminarla en el discurrir. En ese juego de capas descubrimos cada noche algo que no estaba allí antes; algo que se incorpora sobre lo anterior y va elevando un edificio poético y emocional, que genera el movimiento y alimenta a la máquina de voces y músicas.
III
Alejandro Dolina despliega cada noche su programa habitual, que se compone de los elementos inventariados previamente. No se trata, como él mismo lo explica, de una improvisación. Pero tampoco hay un guion prefijado. Lo que se produce es un juego de tres (Dolina, Barton y Gillespie), con un actor central y dos partenaires que se mueven sobre un "campo magnético" hecho de lineamientos preestablecidos (o invariantes), de los que se alejan y a los que se aproximan a períodos regulares.
Aquí estoy tentado de usar la analogía con el jazz: sobre un standard, los solistas tocan lo suyo (vuelan, juegan, intervienen, se salen del libreto) pero fatalmente vuelven al patrón. Éste se compone de trazos generales definidos por la tensión entre la repentización y la estructura, a los que se suman remates humorísticos, salidas, giros; elipsis, analogías, paradojas. Y algo que alguien bien llamó "apelación a las competencias culturales": es decir, la capacidad en el oyente para interpretar o decodificar la ironía, las alusiones, los nombres.
Pero, por supuesto, hay mucho más: como si se tratara de una "obra dentro de una obra" (o un cuadro dentro de un cuadro) los actores divagan sobre un tema cualquiera y en un momento pasan ellos mismos a representar la situación, encarnando a los sujetos hasta recién aludidos, como quien comenta una cuestión y luego la personifica (así, los tres entran y salen del papel). Esas escenas nacen de una suerte de principio no escrito: la observación de la existencia de lo cotidiano desde el sarcasmo o el absurdo; el tedio o la levedad de la vida como una sustancia sobre la que reflexionar o reírse.
Esa elaboración de la imaginación y del sonido constituye un placer, un deleite, porque lo que se escucha es una inteligencia amable que quiere compartir; no está ahí la pose del que quiere exhibir un conocimiento, pontificar o ilustrar. Está más bien presente la del que quiere comunicar algo: un deslumbramiento, una nimiedad, el hallazgo de un libro maravilloso, el acto "literario" de dos amigos que se encuentran en la calle. Está presente, además, la voz del que quiere huir de los lugares comunes y para ello elabora una suerte de lengua propia. Está la del que quiere decir algo, no como reflejo mecánico de la agenda de los medios, sino como la del que trabaja para que los otros adviertan y sopesen esa diferencia.
IV
En una entrevista, Dolina ensayó una definición a propósito de lo que él es o de cómo se lo podría definir: "Me temo que yo soy un diletante, que es el eterno aficionado. Eso no es bueno. Es un tipo que toca de oído... que conoce algo de pintura, algunas reglas de la versificación, y que repite cosas que otros dijeron antes con cierta gracia. Esto nos condena a una liviandad, que sin embargo es abarcativa y a menudo bien recibida. En realidad, mi vida es un esfuerzo por hacer alguna cosa y por tratar de hacerla bien" (28 de diciembre de 2018, A 24). A menudo, inventamos clasificaciones y categorías sólo para que sean demolidas por alguien a posteriori. En su caso, me atrevería a decir que el hecho de ser un diletante es una ganancia, porque esa apertura que se ubica en el cruce de varios caminos (de las ciencias y de las artes) le permite armar las piezas a partir de una artesanía propia: una propuesta que es seguida por miles y miles de personas en diversos lugares, y que llena teatros en todo el país. Eso, salir de la figura del especialista que habla a pocos, habrá sido una decisión o un destino, o es sencillamente cómo se concibe esa voz. Eso, ser un diletante, será una consecuencia tardía de alguien curioso que habrá "querido vivir todas las vidas" (Dolina, A. "Historia del que no podía olvidar").
Por lo demás, todos decimos cosas que otros dijeron antes... y mejor; pero éstas, en el paso por nuestro organismo, adquieren un rostro propio, una huella, una marca. En esa dinámica, que es común a todos los artistas y tal vez a todos los hombres está, no la originalidad, sino la aproximación a la idea de un estilo, que será (como en el dicho popular) la repetición de una serie de errores o la acumulación de vicios de los que no podemos salir, pero que -al menos- son nuestros. Y que al ser nuestros, para bien o para mal, nos representan.
Un afamado y muy citado autor refería que "la pulsión de contar" habita en nosotros desde siempre. Nada cuesta pensar en las tradiciones orales, en los mitos, en las religiones, en las leyendas, como continuación en el tiempo de lo que alguna vez tomó forma sobre un soporte determinado. Los relatos así, pasaron de la memoria y las voces, del aire, a alguna materialidad para fijarlos y preservarlos. Pero antes que ello siempre estuvo, creo, otro hallazgo, quizás más importante: el de tener algo que contar. No todos lo encuentran.