Dicen que no era muy bella, pero quienes conocieron a Manuelita y escribieron sobre su persona coinciden en que era encantadora, brillaba con luz propia y poseía un carácter bondadoso que resaltaba su innata distinción. Comenzó a destacarse progresivamente luego de la muerte de su madre, Encarnación Ezcurra, gran señora de severos perfiles que apuntaló con energía el ascenso político de su esposo.
Juan Manuel de Rosas tuvo que ganarse la preeminencia política dentro del federalismo de Buenos Aires. No fue suficiente su primer gobierno para afirmarse. Tuvo que despejar el terreno dentro de su propio partido entre 1832 y 1835, cuando Doña Encarnación manejó las riendas de un activismo contundente (Rosas dirigía su campaña del "desierto") que llevó a muchos federales a tomar distancia. Pero la matrona "restauradora" falleció en octubre de 1838 y Don Juan Manuel acusó el golpe, justo cuando la situación política se complicaba con el bloqueo francés, la caída de su aliado oriental Oribe, la guerra con Bolivia y Perú, el levantamiento correntino y la muerte de su "compañero" Estanislao López.
Manuelita pasó entonces, poco a poco, a ser eficiente colaboradora de su padre. Lejos de ser una figura decorativa que adornaba bellamente el prestigio creciente del gobernador, poseía una personalidad firme, una inteligencia despejada y un criterio propio. Sin apartarse del rol que se esperaba de las mujeres de aquel tiempo, ni asumir una postura crítica al respecto, Manuelita brilló sin ser frívola, sorprendió con su educación a los más exigentes y cautivó con su audacia a los más avispados, tanto en las tertulias cotidianas, como en los salones más sofisticados y en las cabalgatas recreativas en las que mostraba sus destrezas de amazona.
A la hora de la caída supo ser firme sostén de su padre, a quien acompañó al destierro. Residió en Inglaterra el resto de su vida con la más admirable dignidad y solo contradijo a Don Juan Manuel a la hora de contraer matrimonio con Máximo Terrero, no porque el novio no fuera del agrado del exigente suegro, sino porque el posesivo amor de Rosas hacia su hija no admitía que se desposara. Radicada en Londres con su marido y sus hijos fallecería el 17 de septiembre de 1898, no sin antes acceder a la solicitud de su país para que el sable que San Martín legara a Don Juan Manuel regresara a la patria.
Su biografía según De Marco
Uno de los formatos del tratamiento de la historia que se ha recuperado en lo que va del siglo es el de las biografías. Luego de haber sido relegado a un sitio subalterno, más propio de la literatura que de la historia, el género ha resurgido en medio de la crisis epistemológica que afecta a las ciencias sociales desde finales de la centuria anterior.
En este campo se destaca la obra de Miguel Ángel de Marco, que a una prolífera producción previa, iniciada en Rosario en la década del sesenta y continuada en Buenos Aires en ámbitos relevantes -como la Academia Nacional de la Historia (que presidió en tres oportunidades)- viene a sumar desde hace años una serie de biografías de personalidades centrales en la historia argentina. Así aparecieron, en macizos volúmenes, las dedicadas a Mitre, Belgrano, San Martín, Güemes, Alem, Sarmiento, Pellegrini, Bouchard. Quiroga, Brown y ahora Manuelita Rosas. Todas investigaciones de largo aliento y prolija factura.
La figura de la hija del Restaurador esperaba la biografía que la trajera a las bibliotecas de nuestro tiempo, o a la mesita de luz del lector habitual. Todos los que escribieron sobre Rosas le concedieron amplios y significativos espacios, y Carlos Ibarguren le dedicó un estudio especial (tengo la tercera edición y es de 1953). Pero faltaba el libro que la trajera a nuestro siglo XXI, cuando las vidas de tantas mujeres del pasado han sido resignificadas, en una época en que hemos progresado tanto en materia de igualdad de géneros.
El libro que Miguel Ángel De Marco dedica a esta mujer extraordinaria, bajo el simple título de "Manuelita" (Emecé, marzo de 2023), contiene todos los ingredientes de una sólida obra histórica en la que el hilo conductor es la vida de la "princesa" de Palermo, quien, aunque adquiere en sus páginas vuelo propio, no deja de sostenerse en la otra gran presencia que campea en toda la obra: Juan Manuel de Rosas.
A lo largo de 317 páginas, el autor despliega un oficio largamente probado, al desarrollar la vida de Manuelita con profundidad sostenida del principio al fin, nueve capítulos cortos, títulos atractivos, casi todos tomados de fragmentos de documentos significativos; una prosa amable, sin apartarse del tono propio del historiador, un respaldo documental que delata erudición sin apabullar al lector (solo las notas necesarias al final de cada capítulo) y unas ilustraciones de altísima calidad gráfica, muy bien seleccionadas, que constituyen por sí solas un aporte notable al tema que se trata.
Entre estas se destaca el óleo de Prilidiano Pueyrredón, que capturó su figura con maestría en 1851, poco tiempo antes del fin de la era rosista. A sus 34 años, Manuelita ya no es la niña deslumbrante, pero conserva toda su gracia e impone su carácter con su amplio vestido del color oficial, rojo punzó, que se destaca sobre un fondo de sombras. Su rostro refleja la expresión serena que la era característica.
De las páginas del libro surge el perfil de Manuelita, capaz de concurrir a las más encumbradas recepciones diplomáticas como a las fiestas populares donde el candombe expresaba el sentir afroamericano. A todos los subyugaba y a todos les dejaba la más grata impresión, rodeada de su pequeño cortejo de señoritas federales. Fuera de los textos injuriosos de Ascasubi y Rivera Indarte, no hay memoria ni documento diplomático que se refiera a Manuelita si no es como a una dulce, graciosa, inteligente e inquietante figura femenina. Allí están las Memorias de los generales Paz y Lamadrid, convencidos antirrosistas que no dejan de expresar su admiración o de referirse a la "fina delicadeza" de la joven Manuelita. Allí están las páginas de Gutiérrez, Mármol o Cané, que la victimizan frente a lo que consideran una despótica manipulación paterna.
De Marco nos muestra el momento en que, por primera vez se pensó en promover a una mujer (Manuelita) al gobierno para el caso en que Rosas faltara. Este respondió a sus partidarios que los gobiernos hereditarios habían terminado en la Argentina, pero Sarmiento en su Facundo le adjudicó la idea al mismo Restaurador. Manuelita –aclara el autor- tomó siempre con humor la iniciativa.
Al final, el lector no solo habrá descubierto un renovado perfil de Manuela Rosas, sino que se habrá adentrado también en el clima social, político y cultural de aquella época genuinamente argentina. La larga experiencia de De Marco como historiador y su profundo conocimiento de las fuentes históricas del siglo XIX, le han permitido escribir este libro, como todos los anteriores, con una solvencia que lo diferencia de otros divulgadores, que banalizan los temas que pretenden difundir, y con una ecuanimidad no tan frecuente en el tratamiento de la época de Rosas.
Desde la tapa del libro asoma Manuelita, de manera que el lector no puede dejar de cruzar con ella una mirada antes de abrirlo, para adentrarse en esa vida extraordinaria.
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