¿Por dónde seguir? Nuestros ciclos son tan repetitivos, que constituyen la viva expresión del círculo vicioso. La mayoría de los argentinos quisiéramos encontrarle una salida, salvo, claro, los promotores del "cuanto peor, mejor", que apuestan a la implosión social, la más destructiva de las alternativas.
Por cierto, imaginan que, en semejante escenario, ellos, pocos, pero organizados, podrían obtener una ventaja. Es una apuesta, y como tal, incierta, pero atractiva para minorías violentas sabedoras de que el camino de una elección sin trampas los deja fuera de juego.
Entre tanto, la mayoría, que converge hacia el campo gravitacional de la ley como un lugar que favorece la convivencia, debería ratificarla en los hechos y potenciarla mediante nuevos acuerdos. El deterioro de la Argentina es tan grande, que debería privar el sentido de sobrevivencia. Y si la frazada es corta -como efectivamente lo es- ponernos a la tarea de tejer extensiones que dejen a todos a cubierto.
Las estrategias comunicacionales de los libretistas de campañas políticas, al extremar la lucha agonal, subrayar y ahondar lo que separa y confronta, pueden resultar económicamente redituables para los "creativos" y posicionarlos en el mercado de prestadores políticos, pero agravan las patologías del tejido social.
Es lo que ocurre en estos días, con la exaltación de las diferencias, en parte inevitables, aunque alguien debería pensar en el día después. El país es un continuo, sin pausas. La dinámica de los acontecimientos desborda los hechos puntuales, por significativos que puedan ser. Los problemas -y las soluciones- no suelen ser espontáneos (aunque a veces pueda ocurrir); unos llevan tiempo en tomar forma, mucho más cuando se tarda en asumirlos; las otras pueden surgir de respuestas racionales o de las turbulencias del espanto. Y ésta es nuestra encrucijada.
Criticar al gobierno, hoy resulta ocioso, porque las mayores críticas surgen del interior del Frente de Todos. Alberto Fernández se ha convertido en un personaje grotesco, como lo demuestran sus recientes actuaciones en Roma y Glasgow, en las que experimentó el desdén de un mundo al que no logra decodificar.
Entre las muchas humillaciones que la Argentina experimenta por su caída libre hacia el abismo de la insignificancia internacional, lo hemos visto en estos días llegar tarde -o no llegar- a los encuentros del G20 e intentar conmover a los demás gobernantes (todos con sus propios y acuciantes problemas) con su perorata doméstica contra Mauricio Macri, violatoria, por otra parte, de los códigos de la diplomacia.
La Argentina es el mayor incumplidor serial de los acuerdos con el Fondo Monetario Internacional (FMI) que, con sus más y sus menos, reúne como asociados a la mayoría de los países del mundo, incluida la Argentina que, dicho sea de paso, es socia desde 1956. Luego de hacer un fuerte discurso de campaña con cuestionamientos a ese organismo multilateral, Fernández se reunió en Roma con Kristalina Georgieva a quien le dedicó su mejor sonrisa y le solicitó la reducción de las sobretasas por incumplimiento en el pago de los créditos obtenidos de la entidad que la búlgara conduce. Y algo obtuvo, porque es un pedido de varios países emergentes muy afectados por la pandemia, al punto que el G20 lo incluyó en su declaración final como un tema a analizar.
Cabe recordar a este respecto, que en agosto pasado la Argentina recibió su cuota de 4.355 millones de dólares (0,67 % del total repartido), de la mayor emisión de Derechos Especiales de Giro (DEG) realizada por el organismo en su historia, precisamente, para atender los efectos de la pandemia en sus asociados (unos 275.000 millones de dólares se destinaron a los mercados emergentes y los países en desarrollo, incluidos los países de bajos ingresos).
De modo que el FMI, que presta dinero a la más baja tasa internacional obtenible (4 por ciento anual) a los países en dificultades, y que ante la calamidad de la pandemia produjo un reparto extraordinario con un diferencial que beneficia a los países de menores recursos, es presentado por distintos sectores de nuestro país como un enemigo del pueblo. ¿El motivo? Que reclama, para prestar dinero, planes de ordenamiento de la economía que permitan el repago de los créditos.
¿Cuál es el problema entonces? Que el gobierno sostiene que el gasto público es inflexible a la baja, dogma estatista que no resiste un análisis serio. Y como la recaudación no cubre los gastos corrientes, gira en rojo todo el tiempo, motivo por el cual recurre a la droga de la emisión sin respaldo, alucinógeno que se traduce en mayor inflación y pobreza, lo que cierra el círculo vicioso.
Como si este problema no comportara un desafío suficiente, Alberto Fernández teatraliza ante su audiencia interna más extrema la defensa de los intereses nacionales frente al monstruo -ya clásico- del FMI. Y otro tanto hace de palabra su ministro Guzmán, negociador de la deuda con ese organismo, quien luego de acelerar los tiempos en busca de un acuerdo y sustentarlo con la reducción del déficit público, cedió a las presiones del kirchnerismo duro y comenzó a hablar mal del Fondo y a incrementar el gasto.
Sin embargo, en paralelo, y más allá de estas simulaciones que se convierten en potenciales trampas políticas a la hora de tomar decisiones, tanto el presidente como el ministro no han desistido de buscar el acuerdo. Por eso siguen pagando los vencimientos (los últimos y el próximo con los fondos extraordinarios repartidos por el FMI) y ambos acudieron a la doble cita europea con el propósito de conseguir alguna concesión para exhibir como logro fronteras adentro. Cuando el nuevo año se acerca y el default adquiere la forma de una amenaza inminente, en el marco del G20 en Roma, Martín Guzmán mantuvo las reuniones más importantes de la gira con Julie Kozack, directora adjunta del Departamento para el Hemisferio Occidental del FMI, y con Geoffrey Okamoto, segundo en el staff de esa institución y representante de los Estados Unidos.
Entre tanto, en la otra pista de esta tragicomedia, el expresidente boliviano Evo Morales llegó a la Argentina para presentar su libro "Evo, Operación Rescate", escrito por el español Alfredo Serrano Mancilla y prologado por Alberto Fernández. Lo hizo en un avión bolivariano de Petróleos de Venezuela S.A. (PDVSA), y su propósito principal es apoyar al Frente de Todos, junto al exmandatario ecuatoriano Rafael Correa, quien arribó desde su exilio en Bélgica. En su ocaso, los restos del ALBA intentan alumbrar el tramo final de la campaña electoral del kirchnerismo. Por eso, Fernández omitió en su comunicado de la reunión mantenida con el presidente francés, Emmanuel Macron, el hecho -señalado luego por el galo- de que se había hablado de la grave situación de los derechos humanos en Venezuela y Nicaragua. Tan grave, que la Corte Penal Internacional (CPI) acaba de abrir una investigación formal sobre presuntos crímenes de lesa humanidad en el país gobernado por Nicolás Maduro.
Como si se tratara de una serie de Netflix, Fernández coquetea a Joe Biden para la foto en Glasgow, su ministro de Economía mantiene intensas reuniones con funcionarios norteamericanos en Roma y, casi al mismo tiempo, recibe a Morales y Correa en Buenos Aires para compartir escenarios. Sin solución de continuidad cambia de máscaras, mientras su crédito político se desintegra.
Alguien debería pensar en el día después. El país es un continuo, sin pausas. La dinámica de los acontecimientos desborda los hechos puntuales, por significativos que puedan ser. Los problemas -y las soluciones- no suelen ser espontáneos.
Fernández coquetea a Joe Biden para la foto en Glasgow, su ministro de Economía mantiene intensas reuniones con funcionarios norteamericanos en Roma y, casi al mismo tiempo, recibe a Morales y Correa en Buenos Aires.