El vocablo camposanto se originó en la ciudad toscana de Pisa, luego de que tierra procedente del Gólgota (Jerusalén) fuera traída, por gestión del arzobispo local, en barcos de la Cuarta Cruzada y descargada -a fines del siglo XII o comienzos del XIII- en un espacio destinado a enterrar a sus muertos. Así, la tierra, considerada sacra, transfirió su condición al cementerio, que pasó a denominarse Campo Santo.
Décadas después, se iniciará la construcción del denominado Camposanto Monumental, a un costado de los edificios del baptisterio, la catedral y el campanario (la famosa e inclinada Torre de Pisa), implantados sobre un gran plano verde rodeado de murallas medievales. Ese segmento urbano, llamado históricamente Plaza de la Catedral, a comienzos del siglo XX trocará su nombre por el más literario de "Plaza de los Milagros", surgido de un escrito del controvertido Gabrielle D'Annunzio.
Lo curioso es que el nombre propio del enterratorio pisano se convirtiera, con el correr del tiempo, en un genérico de uso en distintos continentes. Pero lo que en cambio permanece único es el Campo Santo en sí mismo, más allá de los deterioros del tiempo y de los daños provocados por un bombardeo durante la Segunda Guerra Mundial, en gran parte restaurados.
Fragmento del fresco "El triunfo de la muerte", atribuido a Buonamico Buffalmacco (S. XIV). Crédito: The Yorck Project / Wikipedia
Se trata de un gran cuerpo rectangular, con acentuaciones arquitectónicas propias del gótico, que contiene unas 600 lápidas, cantidad exigua para un cementerio de más de ocho siglos de existencia. Sus paredones externos están ritmados por elevados arcos ciegos que flanquean una entrada principal subrayada en su parte alta por un templete que muestra el repertorio decorativo del citado estilo. Pero toda la expresividad de esa corriente se manifiesta en torno al patio interior, rodeado de galerías, con aberturas pertenecientes al gótico decorado, con tres columnas en el interior del vano y exuberantes enlaces geométricos con caladuras en la parte alta. Y lo interesante está en esas galerías, pobladas de frescos sus paredes ciegas y de esculturas exentas y sarcófagos de época romana, el solado perimetral.
En rigor, el edificio es, a la vez, cementerio y museo de arte e historia. En las paredes internas hay frescos con diversos grados de deterioro, con preeminencia de artistas tardogóticos y algún prerrenacentista. Entre los más antiguos se destaca "El triunfo de la muerte", pintado hacia mediados del siglo XIV, obra que algunos críticos atribuyen a Francesco Traini, y otros, a Buonamico Buffalmacco. Son, en realidad, discusiones menores frente a la potente recordación de la muerte, a la que todos estamos condenados.
Por cierto, como ocurre con todo trabajo hecho por artistas poco conocidos y con brumosos registros contractuales, las versiones sobre la intención del fresco, pese a la obviedad de haber sido pintado para un cementerio, han diferido por vanidades personales que ni siquiera el tema de la muerte aplaca. Al final, se ha convenido que constituye una variante de "memento mori", advertencia dirigida a los feligreses para que se alejen de las tentaciones del mundo.
En su secuenciada horizontalidad, el fresco se divide en escenas simbólicas vinculadas con la tentación, la muerte, el juicio final y el sufrimiento. La imagen más fuerte, en el margen izquierdo de la pintura (vista de frente), está representada por un cortejo de damas y caballeros nobles que se detienen ante una hilera de féretros abiertos que exhiben los cuerpos de personas fallecidas. Entre ellos, algunos señalan con el dedo a un muerto reconocido, otros se llevan las manos a la cabeza con gesto pensativo, y no falta la que se tapa la nariz con un pañuelo ante el hedor de la podredumbre. En el otro extremo del cuadro, sobre una reunión de personas que conversan de modo apacible al resguardo de los árboles, ángeles y demonios libran su batalla inmemorial por torcer el itinerario de las almas hacia el cielo o el infierno, según la cosmovisión de la Iglesia Católica. Entre tanto, en la cesura del medio, una suerte de hondonada, se acumulan, unos sobre otros, los cuerpos de los condenados.
"Urania", musa de la Astronomía, un sensual gesto de vida en el monumento funerario de Ottaviano Mossotti. Crédito: La Bellesa blog cultural
Otros frescos del siglo XIV, con las inexorables marcas del tiempo, han sido pintados por artistas góticos de la talla de Taddeo Gaddi, discípulo predilecto de Giotto y autor de los frescos de la Capilla Baroncelli en la basílica franciscana de Santa Croce; o Andrea di Bonaiuto, pintor de las imágenes de la sala capitular "de los Españoles" en el convento dominico de Santa Maria Novella (ambos en Florencia). También, por Antonio Veneziano, que en el camposanto completó el fresco de Bonaiuto y además trabajó en el techo de la Capilla de los Españoles. Por fin, ya en el siglo XV, Benozzo Gozzoli, destacado discípulo de Fra Angelico, y autor de la extraordinaria Capilla de los Magos en el palacio Medici-Riccardi de Florencia, plasmó un fresco de su mano.
Pero entre las numerosas piezas artísticas de distintas épocas que atesora el cementerio patrimonial, hay una escultura del siglo XIX que, desde el día que la vi ha permanecido en mi memoria. Se trata de una pieza femenina del monumento funerario de Ottaviano Mossotti, reconocido científico italiano formado en la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Pavía, que, dicho sea de paso, emigró a nuestro país por razones políticas, y en 1828 asumió la dirección de la Escuela de Topografía y Astronomía de la Universidad de Buenos Aires, de la que salieron algunos de los más importantes científicos argentinos en ese ciclo del despertar de los saberes. En un aula instalada en el convento de Santo Domingo dio clases de física experimental hasta 1835, año de su regreso a Italia; y, a la vez, montó un pequeño observatorio en las celdas altas del complejo religioso porteño, sitio en el que se efectuaron las primeras observaciones astronómicas y pluviométricas de la Argentina.
El monumento erigido en Pisa, la ciudad en la que murió (1863), enfatiza su condición de astrónomo. Por eso, en su coronamiento, el escultor neoclásico sienés, Giovanni Dupré, creó una maravillosa "Urania", musa de la astronomía, reconocible por la estrella que, a manera de broche sutil luce en su cabellera. Por lo demás, es una mujer de mármol que emana seducción y atrapa la mirada del observador con la fuerza de una energía vital. Ese contraste entre el monumento funerario al que pertenece, erigido dentro de un cementerio secular y único, y la voluptuosa sensualidad que irradia la figura femenina transmisora de vida, es francamente perturbadora. A tal punto que, luego de verla, se olvidan los frescos del siglo XIV y las lápidas del siglo XIII. También, de Mossotti. Sólo queda ella, dueña y señora, en la memoria del visitante. Queda la vida, en un acotado triunfo sobre la muerte.