Resulta difícil pensar en un libro más excesivo que Catatau, del poeta, novelista y traductor brasileño Paulo Lemisnki. Escrito entre 1966 y 1975, su autor estuvo pacientemente trabajando cada página de esta novela-idea, preso de un agudo sentido de liberación experimental.
En Catatau (Editora de los Bugres), esa experiencia abismal narrada en primera persona, toda explicación es redundante, por lo tanto carece de argumento; el libro implica el estallido de un espesor y textura de un instante dilatado. Un espacio enardecido en el tiempo intersticial.
Un "ego-trip". Un canto coral, desdoblado. Se trata de un impulso calculado en función de su rotura y en previsión de nuevos impulsos; un pensamiento que no responde a ninguna necesidad conocida. Por eso se abstiene de la conclusión moral.
Libro centrípeto, lisérgico, busca captar ao vivo, el proceso de la lengua portuguesa operando al compás de la desmesura. Tras su lectura, el lector pierde la manía de buscar cosas claras (un mensaje). Se deja, en cambio, invadir por su presente continuo.
El verbo así enciende otro juego: su música aportuñolada. Entre lo sagrado y la iconoclastia, el flujo narrativo pendula furioso, polisémico.
Con su ritmo tropicalista y una voz oscilatoria que entrecruza registros, Leminski domina los signos en la combinatoria: disuelve la distinción entre la prosa y la poesía, y utiliza ampliamente la parodia y la sátira. Locuciones populares, extranjerismos, pasajes en alemán, latín…
Es un texto lleno de refracciones, difracciones, desvíos, que impactan —repican— sobre las palabras, las sentencias, el lenguaje y la lógica. Es un texto polilingüista. Una novela que ensambla otras leyes.
Nuevas catástrofes de signos, revelando dentro de los límites del instante, un mundo rizomático de simultaneidades barrocodélicas. La presente es la tercera edición, revisada y corregida por su traductor, Reynaldo Jiménez.
Paulo Leminski (Curitiba, 1944-89) fue traductor, letrista de música popular, novelista, profesor de judo y estudioso de la cultura japonesa. Dueño de un humor a menudo plasmado en composiciones breves (era un apasionado del haikai), su obrar ejerció como «puente» entre el formalismo de la poesía concreta —con la que mantuvo vínculos constantes— y el desenfado de la poesía marginal.
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