Nos escribe Natalia (45 años, Córdoba): "Hola Luciano, te escribí hace un tiempo con la consulta de uno de mis hijos. Vi que luego habías respondido a otra persona que tenía una consulta parecida, así que me animo a escribirte de nuevo con una consulta por otro hijo, el más chico, que vive prendido a la pantalla. Yo entiendo lo que vos decís, de que prohibir no es el camino y que el mundo cambió, pero la verdad es que me irrita verlo tirado con el teléfono y me dan ganas de sacárselo y revolearlo, si no fueran porque encima son carísimos. Ayudame a pensar algo más por favor".
Querida Natalia, muchas gracias por tu correo, que recibo con mucho gusto porque me da la ocasión para aclararle a los lectores que, a veces, cuando hago una columna respondo a varios de ustedes. Elijo la más significativa desde el punto de vista narrativo, pero luego en el desarrollo trato de contemplar lo que varios plantean.
Digo esto, Natalia, porque es una forma de plantear que, si pasó mucho tiempo y alguien no recibió aún su respuesta personal, ¡no se preocupe! Esto puede significar que, o bien tuve en cuenta el tema en una columna que ya se publicó, o bien lo haré próximamente.
Te cuento Natalia que, en mi computadora, tengo una carpeta que, en su interior, tiene a su vez varias otras carpetas y allí se van agrupando los temas por los que me escriben. Lo menos que puedo hacer es leer con atención a quienes se toman el trabajo de escribirme.
¡Y también espero ser leído atentamente! A veces hay quienes me escriben después de haber leído una columna y me plantean preguntas con las que seguir. Ahora bien, Natalia, este rodeo es para decir que ¡yo nunca dije que no había que prohibir las pantallas!
Si mi memoria no falla, creo que más bien dije –en reiteradas ocasiones– que hacerlo era en vano. Prohibir es algo que, al final, desgasta. Y además, en una sociedad tecnológica como la nuestra, todo lleva hacia el uso constante de dispositivos.
Entonces, ¿qué hacemos? En principio, quiero escuchar tu malestar. La impotencia en que quedás cuando decís que quisieras tirar el teléfono y no lo hacés porque es caro. Entiendo que este es un modo de decirme que tu palabra falla cuando le pedís que deje de usarlo. Por otro lado, me llega profundamente la sensación que transmitís cuando decís que lo ves "tirado con el teléfono".
Fijate dos cuestiones: el modo en que tu expresión es muy elocuente y "tirado con" va más allá de "recostado", sino que adquiere la significación de arrojado, como si fuera un tipo de desecho. Es muy fuerte.
En segundo lugar, hay algo en el teléfono que es un buen comienzo de partida. Porque, en particular, me considero bastante enemigo de los dispositivos móviles en niños. ¿Querés que te cuente el motivo?
Porque los teléfonos no cansan y, en efecto, terminan doblegando al cuerpo. Así es que vemos a los chicos tirados en los sillones o en las camas como –si me permitís una imagen chocante– si fueran drogadictos después de consumir basura.
Como creo que prohibir no sirve, si puedo continuar con la metáfora de la adicción, me parece que es mejor ir por el lado de la reducción de daños. La televisión, después de un rato, cansa y/o aburre, impone su distancia (por más cerca que se la vea).
Y con la computadora pasa algo parecido, se trata de objetos que al final son un poco incómodos. Ver Youtube en la computadora, como suelen hacer los niños, después de un rato es molesto. Si se está en la cama, hay que moverse; el cuerpo sentado en una silla prefiere el cambio de posición.
El teléfono móvil, en cambio, dada su condición de objeto adosado a la mano, no ofrece la menor resistencia y es casi una prolongación de la mirada. Esto es lo terrible. "Nunca se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír" creo que dice el Libro del Eclesiastés.
Los teléfonos móviles ya no son instrumentos, sino extensión de nuestro cuerpo, en las que, paradójicamente, nos sumergimos y nos absorben; pero esto no les pasa solo a los niños, sino que también es la vida cotidiana de los adultos. Para verificarlo no hay más que subirse a un transporte público.
Por lo tanto, querida Natalia, te cuento que yo soy cada vez más partidario de que el uso de teléfonos en niños sea por un tiempo limitado y que los adquieran lo más grandes que se pueda. No sé si lo notaste, pero en esta respuesta nunca te pregunté la edad de tu hijo. La imagen es tan elocuente que no hacía falta preguntarlo.
Podría ser a cualquier edad. Sea que hablemos de un niño que está en prescolar o de uno que está en plena adolescencia. Y ojo que este estar tirados nada tiene que ver con la pose despatarrada de la juventud o el célebre "No hacer nada" del que tanto hablamos en otra ocasión en esta columna.
Para concluir, querida Natalia, quiero retomar lo que dijimos antes sobre la palabra. Y apuntar a la impotencia que me transmitiste con la imagen de revolear el teléfono. Estos son tiempos en que los padres temen a los hijos. Por ejemplo, en la consulta terapéutica es muy común que nos pregunten: ¿y si no quiere hacer tal cosa…?
La cuestión es cómo llegamos a esa situación en que es más importante lo que un hijo quiere, en lo que tiene que ver con su crianza, claro, que nuestra decisión para sancionar una regulación.
En este punto, vuelvo a algo que ya hemos dicho en esta columna: es importante pensar en las dos escenas; cuando planteamos algo no es para que el niño (o adolescente) lo haga en el momento, sino para que nuestra palabra tenga peso. A veces alcanza con decirlo y retirarse, que el niño (a adolescente) se encuentre a solas con su decisión, para que luego sepa qué tiene que hacer.
Ningún hijo quiere decepcionar a sus padres. También ocurre que ningún hijo se vuelve responsable si sus problemas les importan más a los padres que a él mismo.
(*) Para comunicarse con el autor: [email protected].
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