La última vez que les escribí me despedí por este año, con la idea de que no habría más columnas hasta 2024. ¡Me equivoqué! Luego me quedé pensando en esta especie de tropiezo inintencional –o, como diría el Chavo, "sin querer queriendo"– por haber mirado mal el calendario (¿haber visto lo que yo quería ver?) y me reí un poco de mí mismo. En estos días, en diferentes conversaciones ocasionales, amigos, pacientes, conocidos, me desearon un feliz fin de año y surgió la pregunta por la expectativa para lo que viene. Y en todos los casos me encontré diciendo: "Lo único que quiero es que termine, con esto ya está bien".
¿No sé si ustedes tienen la impresión de que a veces un año se estira y llega diciembre, brindamos y, de repente ya es enero, después febrero, marzo, etc., y el año que supuestamente había terminado, sigue ahí? Quizás por eso, con cierta ironía torpe, a veces me gusta preguntar en chiste: ¿Cuándo se terminó tu año? Incluso hay personas de procesos temporales largos que sistemáticamente se las arreglan para que cada año les dure dos o tres.
Mirá tambiénMejor dejar de enojarseYo prefiero los años cortos y, dentro de lo posible, si dentro del mismo año es posible que haya al menos dos, uno por semestre –hasta julio un año y hasta diciembre otro– tanto mejor, pero no es de mi sensación personal que quiero escribir. Porque ya que mi fallido nos dejó en la puerta de una columna más, la voy a tomar para que reflexionemos sobre el agotamiento de lo que termina. O quizá mejor debería decir: de cómo lo que nos agota es lo que no termina.
Lo que no termina, lo que no llega a una conclusión, tiende a producir un aplastamiento del tiempo que se parece bastante a la depresión. No por nada un psicoanalista admirado, que partió este año, Jean Allouch, dijo una vez que la salud mental es poder pasar a otra cosa; es decir, dar vuelta la página. ¿Cómo se caracteriza a una persona deprimida? Justamente por la pérdida de horizonte temporal, por la pérdida de la capacidad para resignificar el pasado a partir del futuro; así es que incluso se pierde el pasado mismo y, más bien, se vive en un presente continuo, más que agobiante, repetitivo, con la idea de que solo va a pasar lo mismo.
La depresión, entonces, es la vivencia de que la suerte está echada, nada va a cambiar y, por lo tanto, no hay nada que esperar. El deprimido, como lo señaló otro gran psicoanalista de nuestro país, Juan David Nasio, padece haber perdido la capacidad de ilusión. Por eso el deprimido no termina de interesarse del todo en nada del mundo, su deseo se encuentra en retirada, teme demasiado los riesgos, o los ve como innecesarios, dice que falla su voluntad, pero esta es solo una queja superficial, respecto de la razón profunda: perdió la confianza en que puede vivir otra vida, con el costo apesadumbrado de vivir aferrado a una vida sin valor.
Estas distinciones me parecen importantes para no confundir la depresión con la tristeza en la medida en que, esta última, es un afecto de cambio. Quien se permite estar triste, quien puede tolerar ese tiempo de concentración y dolor interno, ya está en otra parte; después de haber estado triste, uno ya no es el mismo. El deprimido, en cambio, no dispone de la tristeza como una potencia liberadora, sino que su afectividad es más bien rígida, sin elaboración, como si permaneciera en un punto fijo.
Mirá tambiénNo hay recetas de crianzaLa diferencia entre la tristeza y la depresión es la que hay entre el llanto expresivo y la mueca ante un dolor contenido. ¿Por qué decidí hablar de la depresión en esta, ahora sí, última columna del año? Creo que el principal sentido de un año que termina es la oportunidad de pasar a otro inicio, es la vía para dejar atrás la depresión acumulada en los meses previos y conectarnos con la necesidad de esperanza que nos habita.
"Nadie nos prometió un jardín de rosas" dice una canción de Fito Páez –que, si no me equivoco, proviene del título de una película. No podemos elegir vivir una vida sin tristezas; las decepciones son parte de todo proceso que se implica con la realidad. Ahora bien, confío en que hacia adelante sí podemos contrarrestar las actitudes depresivas, de ensimismamiento y quietud. Confianza no es sinónimo de ingenuidad. Para confiar es preciso aceptar un desgarro y el dolor de lo que no sale como uno quiere o uno quisiera.
Confiar es cuidar la ilusión, pero no por eso ser ilusos. Confiar es poder vivir derrotas sin sentirse derrotado. En estos días nuestro país atraviesa otra de sus eternas crisis. A nuestro alrededor hay pobreza y miseria, falta de recursos económicos y mentales, tierra seca y baldía. Mi mayor deseo para el año que empieza es que no perdamos la confianza, a pesar de la tristeza, que no nos entreguemos, para recuperar el don de la solidaridad.
(*) Para comunicarse con el autor: [email protected]
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