En esta última columna del año, me voy a detener sobre un tema de consulta frecuente en el trabajo con adolescentes; me refiero al cambio que se da en la manera de hablar cuando estos ya no son niños y, por lo tanto, la dinámica de la conversación requiere diferenciarse.
Sin duda es un desafío muy grande poder aceptar el crecimiento de un hijo. Mucho más comúnmente, lo vemos como más chico de lo que es y, de la mano con esta actitud, dejamos que el vínculo se vuelva estereotipado. Si hay una idea que trabajamos este año a lo largo de esta columna, es que una de las principales dificultades para el crecimiento de un hijo es que nos obliga a cambiar también a nosotros.
Con padres de adolescentes suelo usar una noción que me resulta muy propicia, la de horizonte de crianza. Les digo que todos los padres tenemos un "horizonte de crecimiento" para nuestros hijos; es decir, si bien sabemos que su edad cronológica es una, en nuestra mente los vemos con otra, que depende del lugar que ese hijo ocupa en nuestro psiquismo.
A veces el padre tiene un niño psíquico de cierta edad, mientras que la madre otro. No tiene por qué haber coincidencia. Esto explica por qué a veces también un hijo, según la edad, busca al padre o a la madre para referenciarse, en función de quién le permita ampliar más su horizonte de crecimiento.
En el trabajo con padres es importantísimo aislar este horizonte, reconstruirlo y, según el caso, llegar a transmitirlo, cuando impone límites demasiados restrictivos. El horizonte es algo que se conecta con la angustia de los padres, otro de los temas que hemos trabajado a lo largo de este año: aprender a angustiarse por un hijo, sin pedirle implícitamente que esté bien, para que no sea un problema, es una elaboración crucial de la parentalidad.
Para ilustrar este último punto, voy a considerar un ejemplo típico. Mientras nuestros hijos son pequeños, los padres podemos eventualmente enojarnos y que eso produzca algún tipo de efecto. Quizá porque venimos de una generación precedente, en la que los padres no sentían culpa por enojarse con nosotros.
Incluso para un hijo es una fantasía fundamental la de que sus padres se enojen, es hasta algo muy saludable que pueda trascender el temor y, para el caso, tener en cuenta que sus padres se enojaron y no por eso son malos o no lo quieren. Dicho de otra manera, es para el niño pequeño que esta encrucijada suele plantearse de modo conjunto (enojo, maldad, falta de amor) y, por lo tanto, el temor a que los padres se enojen se vive de manera inhibitoria.
Con el tiempo, si todo va bien, el hijo crecerá y aceptará el enojo de sus padres, como algo que es de ellos y no necesariamente le concierne. Es más, pondrá en cuestión el motivo del enojo de los padres, así irá accediendo a su adolescencia, para conseguir el progresivo desasimiento de la autoridad parental y construir una nueva visión del mundo con integración de diferentes perspectivas.
Con el tiempo, si todo va bien, el hijo crecerá y aceptará el enojo de sus padres, como algo que es de ellos y no necesariamente le concierne. Es más, pondrá en cuestión el motivo del enojo de los padres, así irá accediendo a su adolescencia, para conseguir el progresivo desasimiento de la autoridad parental y construir una nueva visión del mundo con integración de diferentes perspectivas.
¿Qué pasa si los padres no toleran que el hijo ya no tema a sus enojos? Quizá entonces se van a enojar más y, como consecuencia, conocerán la impotencia. Siempre les digo a los padres de adolescentes que, dentro de lo posible, eviten enojarse, porque eso los desautoriza más que cualquier cuestionamiento del joven. La adolescencia es el momento en que mejor se dicen las cosas una vez y, luego, uno se retira a la espera de que el hijo pueda encontrarse a solas con lo que le dijimos.
También la adolescencia es el momento privilegiado para jugar con la duplicidad de los roles (madre y padre, pero también figura parental y autoridad escolar, etc.) para transmitir que, dada una situación, no es con el joven que vamos a negociar el sentido de lo ocurrido, sino que lo hablaremos, luego, con otra persona adulta. Dicho de otra manera, es como si le dijésemos: "Entiendo que podés no estar de acuerdo con el sentido de lo que te digo, entonces lo voy a hablar con otra persona (tu padre, madre, escuela, etc.) y, luego, te diré qué es lo que pensamos".
Así parafraseado puede parecer un poco artificial el mensaje, pero apunta a algo bien concreto: el adolescente gana autoridad en su punto de vista, pero no deja de estar (todavía) excluido del mundo adulto en que las decisiones se toman por consenso. De este modo, lo más importante es evitar quedar con un hijo adolescente en la posición de uno a uno, que es la común de la infancia.
Con un niño, la escena es clara y necesaria; es aquella en la que se juega la tutoría y la dependencia. Es como si padre e hijo fueran dos círculos, uno dentro de otro; mientras que, en la adolescencia, los círculos pasan a relacionarse con una figura que no es la de inclusión, sino la de intersección. Hacer este movimiento, para los padres suele ser motivo de angustia y, cuando no se lo logra, esta angustia se refleja en el refuerzo crónico del enojo.
Llegamos al tramo final del año. Este fue un periodo de mucho trabajo y transición. Puse en primer plano muchas consultas de padres de adolescente en esta columna y creo que tuvimos una muy linda conversación. Dio sus frutos y nos permitió sembrar nuevas preguntas para lo que viene. Quisimos pensar cómo crecían los chicos y jóvenes y nos interrogamos por el crecimiento nuestro, porque no por ser adultos ya completamos nuestro ciclo.
Les envío un abrazo fuerte a todos los lectores con el mejor deseo para estas fiestas.
(*) Para comunicarse con el autor: [email protected]
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