Nos escriben Víctor y Florencia (50 y 48 años, Rosario): "Hola Luciano, escribimos con una consulta bastante simple. Tenemos dos hijos adolescentes, que por suerte estudian y crecen bien, pero a veces nos cuesta saber cómo ponerles límites. Ellos nos confrontan y, si bien sabemos que es algo de la edad, a veces nos agota que haya que reforzar siempre cuáles son las normas. ¿Tenés algún consejo para darnos?".
Queridos Víctor y Florencia, creo que es la primera vez que una pareja me escribe de manera conjunta, así que lo celebro y agradezco. Por algún motivo, este debe ser un factor que se relaciona con el motivo de la consulta. Vamos a pensarlo hacia el final.
Pasemos primero a lo que plantean. Por un lado, me llamó la atención de que hablaran de "ponerles límites" a dos adolescentes. Pienso que no es tan sencillo, porque en este tiempo de la vida cierta cuota de desafío es necesaria. Además, ya concluyó el momento de la crianza y la autoridad del adulto no es tan indicativa, como pudo serlo en la niñez.
Dicho de otro modo, aquí tenemos un problema: no es lo mismo que los jóvenes sean desafiantes a que directamente confronten. Me interesa esa distinción y asocio el aspecto que ustedes mencionan con algo que dicen después, me refiero al refuerzo de las normas. Vamos a conversar un poco sobre este tópico. Creo que muchas veces los padres nos protegemos detrás de las normas, un poco como si nos escondiésemos, porque las normas son abstractas y pareciera que hablan por sí mismas.
Con un adolescente no es tan fácil hablar desde el punto de vista de un sentido común, como tampoco apelar a la tradición ni a argumentos que valgan por su propia racionalidad. ¿Por qué? La respuesta es obvia. El adolescente va a preguntar lo mismo: ¿por qué? Es que en esta etapa de la vida nada es obvio y, además, se vuelve crucial cuestionar el saber de los padres. Voy a poner un breve ejemplo: recuerdo el caso de unos padres que, en cierta ocasión, me consultaron porque su hijo se alimentaba muy mal y, cuando estos querían explicarle la importancia de una alimentación nutritiva, él respondía fastidiado y pedía que lo dejaran comer galletitas.
Ahora bien, no era casualidad que ambos padres de este muchacho fuesen nutricionista y preparador físico; ahí tenemos una forma de entender por qué el joven pegaba donde a los padres más les dolía. Pensemos en otra situación, la de una muchacha que tenía un gran talento musical, pero con el inicio de la pubertad quiso dejar el instrumento, para pena de su padre que siempre se había jactado de que la hija podía desarrollarse en este ámbito, cuando a él esa oportunidad le había faltado. Sin duda, ella tenía que dejar de ser la niña que reparase al padre.
Esto último quizá a veces duele. Como padres, siempre es triste sentir que un hijo deja algún don, para perder el tiempo; pero no podemos olvidar que la tarea fundamental de un hijo es crecer y no necesariamente ser un prodigio para nuestro orgullo. Después de todo, los talentos seguirán estando ahí, para que cuando crezca los retome si quiere.
Dicho esto, vuelvo a la cuestión de "reforzar las normas". Quiero destacar que, si estas tienen que ser reforzadas, hay algo que no funciona. Además, los adolescentes las conocen, pero su deseo es el de encontrarse con una palabra en primera persona –no con el enunciado impersonal normativo.
Esto puede ser algo que les cueste a los padres, decirle a un hijo –por ejemplo– que no están de acuerdo con ciertas decisiones suyas. Más bien los padres tratan de hablar en sentido amplio y así quieren convencer al hijo de que lo mejor sería que haga otra cosa. Sin embargo, renunciar a la vía directa para conversar suele llevar a la confusión, porque el adolescente siente que se está queriendo incidir en un ámbito que le pertenece y es esperable que ofrezca resistencia.
"¿Cómo hacemos para que haga tal o cual cosa?", suelen preguntar muchas veces los padres, pero lo cierto es que es imposible hacer algo para que otro haga otra cosa. La única manera de que otro cambie es cambiando nosotros, y esto vale también para el vínculo entre padres e hijos adolescentes, cuando aquellos tienen que modificar la posición que tuvieron a lo largo de la infancia.
Entiendo que no es fácil, porque los padres temen rechazar a los hijos –si les hablaran de un modo más implicado. No obstante, si ese rechazo no se actúa de algún modo virtuoso, se actúa de la peor manera; por ejemplo, cuando el hijo ve a los padres como un cúmulo de recetas infranqueables. Así es que les termina mintiendo u ocultando cosas para evitar que lo sermoneen.
Un hijo tiene derecho a saber qué piensan sus padres, incluso cuando esa opinión pueda resultarle hiriente. Esa herida no es dañina en sí, es un modo de ir habitando progresivamente la diferencia generacional. Los padres ven el mundo de un modo, los hijos de otro. Al mismo tiempo, esta diferencia no desautoriza a los padres, quienes todavía tienen que regular la vida de los hijos a través de permisos y habilitaciones. Sí le permite al hijo entender que aquello que puede hacer, o no, depende del estilo de vida que eligieron sus padres y, en todo caso, a él le tocará crecer para tomar su propio camino.
Para concluir, queridos Víctor y Florencia, pensaba que me escribieron juntos por sus dos hijos; es decir, es como si hubiera un dos contra dos y buscaran un desempate. Creo que, a partir de lo que hablamos, pueden recuperar su actitud y animarse a hacer valer el criterio propio. La mayor expectativa de los hijos es que los padres sean honestos y no les hablen con un manual (que no existe). No hay que temer ser arbitrarios por tener una posición tomada, lo arbitrario es no estar dispuestos a revisar un punto de vista.
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