Nadie puede reprochar la ausencia de atención y exquisito miramiento del otro, sin quedar parado sobre un suelo inestable. Dolido por esa falta de delicadeza, si la echa en cara, quedaría solo en la intemperie de la incomprensión. Y el otro, además, sorprendido. En vano intentaría un consenso o una reconstrucción de lo sucedido. Ya sea que faltó un gesto, que se esperaba su presencia o, quizás, con unas palabras bastaba. Lo cierto es que la secuencia se desencadena fatalmente: estas ausencias generan fisuras que llevan al quiebre, el límite que marca un antes y un después en una relación de amistad, amor o trabajo.
De quien se esperaba el gesto, ni se dio cuenta que debía restaurar algo, y el otro cree que perdió visibilidad para exigirlo. No hay dudas, entonces, tal como creía el escritor rumano Emil Cioran, que "entre una bofetada y una falta de delicadeza, siempre es más soportable la bofetada" (en "Desgarradura", 1979). Con la delicadeza, justamente, acontece -advirtió la filósofa María Zambrano- que su ausencia resulta más intensa, más viva que cuando está presente. Por eso duele tanto cuando falta si es habitual su presencia. Circunstancia que la llevó a preguntarse, si "¿no indica ello acaso que la delicadeza es un producto último del espíritu humano y por ello mismo indeleble?". No dudó en responder que la delicadeza "dondequiera aparezca es imperecedera" (en "La intercomunicación de los sentidos: la delicadeza", 1965).
Basta con que alguien se comporte delicadamente para dejar una atmósfera acogedora. Es una virtud que está al alcance de todos, pero requiere educación y cultivo del temperamento y el espíritu hasta adquirir cualidades exquisitas y sutiles, que dejarán en el olvido los modales toscos y encallecidos. Una delicadeza que esté tanto en la relación con los íntimos y amigos como en la convivencia social frecuente e, incluso, en los contactos casuales.
Hay que ir por la vida con delicadeza, al punto que el prójimo sienta que viene a su "encuentro como un perfume ligero y penetrante", en palabras de Zambrano. La delicadeza se presenta de ese modo, según la pensadora española, "casi sin ser notada como esos perfumes que se advierten poco y que luego se quedan impregnando el ambiente por largo tiempo".
Para la filósofa malagueña la delicadeza "es una virtud eminentemente social", un "exponente del más alto grado de civilización". Requiere, expresó Zambrano, de la comunicación entre sí de los sentidos. El tacto brinda el conocimiento inmediato y directo, explicó la escritora, siendo el fundamento material de la delicadeza y, a su vez, están la vista y el oído que le dan forma, en donde la visión proporciona medida y mesura, y la audición el sentido de orientación y equilibrio.
El poeta entrerriano Juan L. Ortiz recorrió las manifestaciones de la delicadeza, sin faltarle su convivencia con el aspecto sombrío de la vida: "Sí, las rosas/ y el canto de los pájaros./ Toda la hermosura del mundo,/ y la nobleza del hombre,/ y el encanto y la fuerza del espíritu./ Sí, la gracia de la primavera,/ las sorpresas del cielo y de la mujer./ ¿Pero la hondura negra, el agujero negro,/ obsesionantes?// Sí, Dios, lo divino,/ a través de la rosa y del rocío,/ y del cielo móvil de unos ojos,/ pero el vacío negro, el horror vago y permanente de la sombra?// Sí, muchachas en la tarde,/ niños en los jardines,/ paisajes que suenan como melodías perfectas,/ versos de Rilke o de Brooke,/ entusiasmo generoso de las jóvenes almas/ capaz de cambiar el mundo,/ belleza del sacrificio y del ideal,/ y el amor, y el hijo, y la amistad,/ ¿pero el vacío negro, el escalofrío intermitente del abismo?" (en "El alba sube…", 1933-1936).
Desde la perspectiva del arte, se abordó la delicadeza -por un lado- representándola como virtud, al esculpir o pintar gestos y actitudes refinadas y, por el otro, como cualidad de las cosas, ciertas características que las hacen delicadas. La profesora en Historia del Arte, Myriam Ferreira, observó que ella "no despierta sentimientos arrebatadores, sino suaves, aunque persistentes, que se asientan en el alma dejando un regusto que puede ser dulce o dulcemente amargo: ternura, simpatía, compasión, nostalgia, melancolía" (en "La Delicadeza", 2015).
El arte intentó plasmar la delicadeza, agregó Ferreira, con una fórmula compuesta por la sumatoria de luminosidad, colores claros y contornos finos. En esa línea está el cuadro del pintor francés William-Adolphe Bouguereau (1825-1905), titulado "Carga agradable" del año 1895, en donde se observa -a través de gestos suaves y mucha luz- a una joven que lleva a cuestas a su hermana menor, cuyo rostro evidencia una salud deteriorada, en una actitud llena de amor y ternura.
Para ser como esa joven campesina de Bouguereau, es decir, "un delicado instrumento de humanidad", el filósofo José Ortega y Gasset advirtió que debemos empezar por desconfiar de una inclinación que hay en el espíritu, "un terrible poder de inercia, el cual nos induce a contentarnos con el trozo de vida que nos es habitual" (en "Ideas sobre Pío Baroja", 1916). Esta propensión genera, según Ortega, la "convicción de no haber más realidad que la presente ante nuestros ojos". Esta mirada hacia sí mismo constante, es de una actualidad evidente. Lo cual importa un obstáculo para alcanzar una inteligencia "hospitalaria", que permita gozar -expresó el filósofo- "cuando a nuestra puerta llama un extraño, un desconocido, una idea o emoción con que no contábamos".
El pensador español recordó que Gottfried Leibniz cuando quiso definir el síntoma decisivo del espíritu entendió que no era la percepción, esa que permite darnos cuenta de lo que tenemos delante, sino la "sensibilidad para lo que aún no está ante nosotros, para lo ausente, desconocido, futuro, remoto y oculto". Una sensibilidad que sea, explicó Ortega, como un apetito e impulso que nos haga "rodar más allá de nosotros mismos, aumentarnos, superarnos". Es aumentar el corazón, porque -añadió el pensador- nos "hace exigir de todo hombre (…) que sea algo nuevo para mí y muy otro que yo".
Dispuesto el hombre a tener esa actitud con el prójimo, va a poder ponerse en su lugar. Y, de ese modo, para Ortega, adquiere cierta "plenitud de humanidad", en tanto sin "disolverse en lo ajeno, se lanza a la aventura de trashumar por todos los corazones". Muestra su "don más delicado", que es la "actitud transmigratoria de la personalidad" al realizar ese recorrido en los otros (en "De Madrid a Asturias o los dos paisajes", 1921).
A fin de cultivar la delicadeza, cabe enfocar la "atención" de una manera especial en el otro. Atención, que en el hombre -enseñó el mismo Ortega- es su "facultad jerárquica y organizadora por excelencia", la que le permite crear los planos de la perspectiva. Aquella que cuando atiende a un punto, crea en torno a él una zona de desatención e, incluso, expresó que "ni es posible hacer más intensa nuestra atención a algo sin deprimir nuestra atención hacia otras cosas" (en "Apatía artística", 1921).
Pero acá, con la delicadeza, no estamos en la función propia de la "atención" para la perspectiva, sino ante un grado distinto de refinamiento atencional. La delicadeza en el trato sería una atención elegante, que organiza los sentidos para brindarse al prójimo por un rato. Pues, aclaró Ortega, "no se atiende a lo que se ve, sino al contrario, se ve bien sólo aquello a que se atiende". El sentido actúa una vez que la atención lo dispuso. Y, esta última, "es un a priori psicológico que actúa en virtud de preferencias efectivas, es decir, de intereses" (en "Ideas sobre la novela", 1925). Entonces, sólo cuando hay interés por el otro se brinda una atención delicada.
En uno de los grados más elevados nos encontraríamos ante la empatía. Pero la belleza del espíritu delicado, que no importa llegar a una situación empática, igualmente implica un amplio y rico espectro de trato. Es la atención puesta en el saludo permanente y cordial, ceder el paso o brindar una mirada receptiva al escuchar, en definitiva, cuando los sentidos confluyen con armonía y elegancia hacia el otro.
Sabemos que la realidad posee una enorme cantidad de estímulos que reclaman atención, más en estos tiempos digitales y de conectividad extrema y, en cambio, el campo de conciencia es limitado. Está en los intereses de cada uno cómo guiar la atención. Vale la pena, sin lugar a dudas, atender con delicadeza al prójimo, que éste sienta que nuestro trato va a su "encuentro como un perfume ligero y penetrante" y, luego, al retirarnos quede el recuerdo de alguien con una vida elegante y delicada.
(*) El nombre del ciclo corresponde a un verso del poeta Roberto Juarroz: "Un poema salva un día".
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