Nacido en una ribera del Paraná y criado en la ciudad de Santa Fe, el verano era de sauces y orilla. Chicharras, viento y sol, el balde con agua y la sandía refugiada del sólido estío. Después la partiríamos dejando que ese jugo se resbalase, ensuciando la mano al comer la tajada sin piedad y con premura. La relación con el verano, el tiempo de cada día y las posibilidades de lluvias de un rato no cambiaban la certeza: el tiempo decide y nosotros acatamos. Para el tiempo elijo a Vinicius y su definición. En "El día de la Creación" dice: "(…) no hay nada como el tiempo para pasar".
En esa última semana de aquel año de los 70 el gordo Eduardo Maschwitz preguntó, me preguntó: "¿Podrás hacer una nota para fin de año, es lejos?" Con ese "lejos", estaba implícito el escondido que entendíamos: no vas a estar con los tuyos para fin de año. Asentí con la cabeza. Dije sí. El gordo Maschwitz era más bruto que malo. Tosco a pesar de su altura, su apellido y sus ojos claros. Grandote y fortachón, era el Jefe de Redacción y así figuraba. En realidad, trasladaba órdenes de Carlos Fontanarrosa o Aníbal Vigil.
Que muerte la de Aníbal: un ataque repentino, inatajable infarto masivo al corazón asistiendo a los festejos del desembarco aliado allá, en la mismísima playa de Normandía. Si al menos hubiese sido Dunquerke la tragedia se entendería más fácil. Ojo: cuando Svend Segovia tuvo un infarto de cadera aprendí a escribir "infarto al corazón" porque el infarto no es exclusivo de "el bobo".
Tan grandote era Eduardo que, con "Jarito" Walker a dos metros de distancia, tomaban en sus brazos a José de Zer y se lo tiraban el uno al otro en la redacción de Gente. José festejaba haber sido relevado por su familia de un casamiento programado, como se estilaba. "No me caso con la Kuligowsky" decía, mientras se dejaba tirar blandamente hasta que lo soltaban en el sofá de la Jefatura de Redacción, que tenía las tapas de los números anteriores pegadas en la pared y un almanaque de cartulina con el día por día y las notas encargadas.
Cuando después leía cosas del mismo Jarito en El Descamisado no entendía... o sí, pero no quería entender. Cuando Maschwitz terminó de Jefe de Prensa del general Reynaldo Bignone lo mismo. No quería entender. Entender a José era sencillo: semejante atorrante en el jolgorio de su casamiento abortado, de una algarabía ficticia con la heredera de una cadena de negocios y la fiesta en mitad del Barrio Once, era obvio porque José no tenía torceduras y, para su forma de entender la vida, el día, el mañana, ese casamiento eran un castigo familiar.
En ese almanaque estaba "Fin de año en un pueblo pobre y chico". Habían tachado "pobre" pero ese era el tema. Eduardo trabajaba con lápices, no tenía ni birome ni lapicera de tinta. "Es lejos, pero es una buena nota, gracias". Puso el OK. Yo ya sabía de mi enfermedad: escribir, conocer, observar es una adicción que no tiene cura. No hay reemplazo ni suplencia y la abstinencia enferma más. "A la vuelta te mando a una nota más cómoda", me dijo (cumplió, hice Punta del Este, conocí a un viejito sensacional: Zorrilla. Qué personaje. De chaleco, saco y sombrero de paja en enero. Bajo un árbol a la siesta… "aquí me ve, tomando sol").
El 29 de diciembre tomamos en Aeroparque un avión de Austral rumbo a San Juan. He conocido pocos personajes como Gianni Mestichelli, fotógrafo. Sombrerito, bigote de pocos pelos, gruñón, quejoso, muy menudo (se compraba camisetas y remeras del número más grande de "El niño Argentino", casa de ropas que, como su nombre lo indicaba, era para infantes y pre púberes). Gianni era italiano, pareja de Catalina Dlugi, periodista de espectáculos que recién empezaba a transitar camarines y estrenos.
Gianni era el fotógrafo preferido de Susana Rinaldi, de muchos personajes enamorados del negro intenso, el escorzo y el tres cuartos perfil de los retratos que hacía Gianni. Muchas tapas de vinilos eran suyas. "¿Qué nota de mierda es esta, qué gallina es esta? ¿Dónde mierda vamos?" Gianni era tan exagerado que resultaba tiernamente furioso, obligaba a la risa. Bajamos en San Juan y un Torino nos esperaba.
En la primera parte del viaje entendí a la Difunta Correa. La recta de San Juan a Jáchal era para morirse de sed y de lejanía. La leyenda dice que murió amamantando a su hija, que murió de sed en esa interminable dirección: San Juan/Jáchal (Por eso en sus santuarios -paganos- dejan botellas llenas de agua). Desde Jáchal el camino se hizo de serranías, de montañas, se veía dónde se habían quebrado esas piedras en el terremoto de San Juan.
Qué cosa ese terremoto. Aquí miraba piedras desacomodadas desde la década del 40 y ese mismo terremoto acomodó a Juan Domingo Perón (la colecta, Evita, en fin…). En algún lugar doblamos y pasamos por un sitio que yo quería conocer y era como me lo imaginaba. "Vallecito de Huaco donde nací, sombra del fuerte abuelo que ya se fue, a tu molino viejo quiero volver, porque de amarga vida probé la hiel". Buenaventura Luna. Poema. Lo cantaban los Quilla Huasi. Un lugar chiquito y parte de la nada misma de esas serranías.
Entramos en La Rioja por una ruta mitad piedra suelta, mitad tierra endurecida, calor y polvareda. Ataditos de leña esperando que pasara el camión a recogerla y "los retameros" que morían de tuberculosis antes de los 40. Hervían esa planta, retama, colaban la cera. Cera vegetal. Eso o juntar leña de pequeñas arboledas resecas. Dura zona. A mitad de camino el pueblo: Guandacol. A ese pueblo llegaba un colectivo tres veces por semana. Hacia Jáchal. También hacia arriba para empezar, desde la parte pobre, la Cuesta de Miranda.
"Bienvenidos, los estábamos esperando". El padre Ramos era el anfitrión. Digo pueblo y exagero. Donde paraba el colectivo había un almacén, una estafeta postal, una camilla, un botiquín de primeros auxilios, un farol en la puerta. El auto volvió a San Juan. Muchas cajas con paquetes y paquetes de pilas para radio de todas las medidas. "Suerte que llegaron sin contratiempos", dijo el cura. "Aníbal y su señora iban a misa conmigo". Entendí todo. A veces la luz es un destello pero ilumina.
"Aquí hay una tierra sucia con uranio, no es para explotar pero desgasta las pilas, se consumen pronto. Ve esos cuatro picos, son cuatro cerros que encierran el pueblo. Nunca llueve en Guandacol. Truenos, relámpagos y el agua que cae del otro lado de los cerros. Nunca llueve". El hombre más rico el dueño de "el surgente", "la surgente". Una boca de agua que desviaba, según el pago, a canales de pequeños productores de un vino de uvas rústicas. Una hora, dos horas, media hora según el pago. Aprendí que el agua no solo es vida, es un negocio y no se vive sin que esté (al negocio me refiero).
Eran cuatro o cinco, después conté dieciséis pibes jóvenes. "Vienen a cumplir una misión de encuentro con Dios y ayuda a esta gente, son de El Salvador (el Colegio, supuse)". Tenía/tengo un odio muy particular con ese Colegio, por Armando "Coco" Rapallo, profesor, crítico de cine que proyectó, en extensión del colegio, en Buenos Aires, la versión subtitulada de El Acorazado Potemkin ("porque en un barrio dan Potemkin y hay que verlo aunque se caiga el mundo, Rocamadour"… dice Julio Cortázar) y lo suspendieron. Obvio, Coco renunció.
"Hacen montañismo. El 31 lo van a pasar en el cerro, pasando la mina de plata, antes de El Zapallar". Nadie conoce Argentina, y los que menos la conocemos somos nosotros. Como parte de una escenografía yanqui una mina de plata abandonada, con los rieles, los vagoncitos, la entrada semi obstruida por un derrumbe. "Cuando no hubo más plata se fueron", dijo el cura. A una distancia que la vista permitía observar estaba "El Zapallar" cubriendo un pequeño valle así, salvajemente enverdecido.
"Más allá está el paso de Loma Negra (no recuerdo si era ese el nombre) un paso clandestino hacia Chile que los contrabandistas usan… a veces". El 31 cantaron un pobre villancico con una guitarra desafinada. Comimos un chivo reseco. Un bicharraco de la luz se acomodó en la espalda de Gianni que gritaba que le sacara eso y sudaba. De un manotazo le quité el insecto invasor. Era grande. Yo no tomé vino. Gianni se emborrachó, calculo que por el susto.
"Lindo Buenos Aires, un año más y vuelvo a mi ciudad", dijo el cura, el cura Ramos. Confesión. No sé si lo soñé, si es la mala memoria que lleva a rellenar con cuentos sin paredes los espacios vacíos en las historias, no sé si era Ramos o Peralta Ramos. Tampoco sé si era una autoridad de El Salvador y si esa enseñanza de supervivencia de los pibes tenía que ver con un adiestramiento. No lo sé.
En la mañana del 1º de enero en Guandacol el termómetro ponía el mercurio en el número 45. Se repite: 45 grados. Soy santafesino. Duro el cuero. El auto nos vino a buscar. Misma ruta. El valle de Huaco en un segundo. La larga recta de Jáchal una molestia en la cintura, pobre Difunta. El avión en San Juan. En el aeródromo indicaban: 34 grados centígrados. Pesados. Molestos. En el avión anoté: ruta de contrabandistas para entrar o salir, terrenos escarpados, vida de montañistas. Un cura de El Salvador. Amigo de los Vigil/Ledesma/Patrón Costa.
Ese pueblo perdido en la parte más lejana de un paisito humilde y extraño. "Coco" Rapallo y Potemkin que causaba enojos. Una nota que era una deuda a pagar. En Aeroparque el termómetro indicaba 29 grados y se sentían mas pesados en el cuerpo. "Te dije que era una gallina, una mierda, no sé para que fuimos", Gianni Mestichelli insultaba en un dialecto milanés. Vinicius tenía razón. No hay nada como el tiempo para pasar. Muchachos, un cura, adiestramiento torcido allá, en los 70. No sé qué habrá sido de la vida de Coco Rapallo. Temperaturas de 45, de 36, de 29 grados… insoportables. Me acompaña la certeza de la abuela Josefa: lo que mata es la humedad. Fresca y jugosa sigue siendo un buen salvoconducto una sandía. No volvería por allá. No había sandías en Guandacol.
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