Para quienes no son interpelados por el asunto, el lenguaje no es más que un medio para un fin, a saber, la comunicación. Puede pensarse como una concepción pragmática del lenguaje, entendido como una herramienta al servicio del entendimiento entre un emisor y su receptor. Cuando los desacuerdos persisten y se eternizan en el tiempo —sea en los lazos familiares, amorosos o laborales—, se dice que es un problema de comunicación, como si no hubiese otras razones latentes operando allí. O bien se trata de un exceso de confianza en la susodicha comunicación, es decir, en la capacidad de uno y otro de concebir y expresar claramente una idea, o bien es una forma de renegar de los verdaderos motivos que sostienen la querella inicial, supeditados a todas las pasiones y ambivalencias que habitan en el ser hablante.
Cuando fantaseamos con los orígenes del lenguaje, asumimos que un Homo sapiens, ya cansado de hacer dibujos en una caverna (jeroglíficos) o de hacerse entender mediante gestos —una suerte de "dígalo con mímica" ancestral—, creó entonces un primer signo lingüístico al unir un concepto (significado) y un sonido específico (significante). En esta dimensión instrumental del lenguaje, gracias a una convención social siempre arbitraria, los fonemas de la palabra caballo remiten al concepto de caballo. A los efectos de hacerse entender, en este nivel elemental las cosas parecen funcionar. Sin embargo, cuando decimos unicornio, la cuestión se complica un poco más. Aquí ya no se trata de nombrar entes que deambulan por el mundo, sino que la palabra crea la cosa misma con independencia del registro de lo sensible.
Sabemos que nuestra época persigue un ideal de eficiencia y claridad en cuanto a la comunicación. En la oferta del mercado encontramos cursos de oratoria, talleres de escritura y sesiones de coaching, cuyo horizonte es reducir a su mínima expresión la posibilidad del malentendido. Tal como acontece en el diccionario de la lengua, asumimos que existe una estricta correspondencia entre las palabras y sus significados. Sin embargo, cuando alguien dice caballo, la palabra remite a la idea que cada uno se ha forjado del equino en cuestión más allá de las precisiones del diccionario, incidiendo allí las marcas de la propia historia. A principios del siglo pasado Sigmund Freud analizó una fobia a los caballos en un niño de cinco años, conocido como el caso Juanito. La súbita visión del animal suscitaba en el pequeño un terror indecible, a lo cual se suma que los caballos eran la forma de transporte predilecta en ese tiempo. Evidentemente la palabra caballo anuda diferentes significaciones según se trate de Juanito o de otro niño.
Tal deslizamiento entre la palabra y su campo semántico no resulta indiferente en modo alguno, incluso constituye uno de los principios de la teoría psicoanalítica. La escucha propia del psicoanalista en el espacio de las sesiones implica suspender momentáneamente el lazo entre una palabra y su significado. Se trata así de precisar cuál es la singularidad de la palabra más allá de las convenciones sociales. Desde esta perspectiva clínica el lenguaje no es una mera herramienta de comunicación, sino un elemento central en la constitución subjetiva. Si comprendemos que caballo significa caballo, entonces los oídos se cierran.
Encontramos aquí un límite a la comunicación, o lo que es lo mismo, la introducción del malentendido entre los seres que hablan. En este contexto el juego infantil llamado teléfono descompuesto, donde los equívocos deforman el mensaje original conforme pasa de persona en persona, ¿acaso no ofrece un modelo original de la comunicación, al menos de una de sus múltiples facetas?
A finales del siglo XIX un oftalmólogo polaco llamado Lejzer Zamenhof propuso las bases del Esperanto, una lengua planificada y artificial sencilla de comprender. Supone una mezcla de diferentes idiomas, de modo tal que cada usuario de la lengua reconoce intuitivamente las palabras y sus significados sin demasiado esfuerzo. Por ejemplo, su texto fundacional se titula La lingvo internacia, fácilmente traducible como La lengua internacional. Fiel a su propuesta, su creador utilizaba el pseudónimo Doktoro Esperanto (doctor esperanzado), término que finalmente da nombre al idioma hasta nuestros días. ¿Cuál es la esperanza en cuestión? Que el esperanto llegue a transformarse en un idioma auxiliar universal, una segunda lengua internacional, para así fomentar la "comprensión entre los pueblos", según se especifica. Ahora bien, ¿por qué desde entonces el esperanto no ha alcanzado su objetivo inicial? Si bien pueden elucubrarse distintas hipótesis, cuando la solución a un problema resulta indiferente a aquellos mismos que supuestamente lo padecen, nos lleva a preguntarnos si el problema es realmente un problema o acaso un error de diagnóstico. En otras palabras, si el lenguaje solo estaría al servicio de la comunicación, entonces el esperanto habría triunfado en su propósito.
Del mismo modo, pueden hallarse otros argumentos en el campo de la religión. Desde hace siglos los eruditos se topan con el problema de la traducción a otros idiomas de los escritos canónicos. Se sabe que la tarea de traducir implica incurrir necesariamente en una serie de imprecisiones y distorsiones -¡traductor, traidor!, dice un dicho italiano- más allá de la experticia de los traductores. Precisamente, las lenguas no son equivalentes ni aun cuando intentan nombrar un mismo animal u objeto. En el caso del Corán un autor explica que cualquier traducción solo puede ser considerada como un comentario del mismo, pero nunca como el Corán, renunciando así a dicha transcripción o deslegitimando el resultado posible. Hay quienes afirman que el oficio del traductor no reposa en la traducción literal, palabra por palabra, sino más bien en plasmar una idea como si la lengua materna del autor fuese la del traductor. Se trata de pensar cómo hubiese escrito tal o cual idea Aristóteles si su lengua materna fuese el castellano y no el griego antiguo. Es una metodología que abre a otras polémicas, tal como sucede siempre que se reniega de un imposible.
Sea como fuere, por más empeño que se adjudique a la tarea de establecer textos, aun así Shakespeare escribe en su obra "El mercader de Venecia": "El Diablo puede citar las Escrituras para sus propósitos". Dicho de otro modo, el propósito que se persiga oficia de mediación entre las fuentes originales y sus infinitas interpretaciones.
(*) Psicoanalista, docente y escritor.