Nos escribe Andrea (27 años, Concordia): "Luciano, te escribo porque nunca te leí una opinión clara sobre las redes sociales. ¿Qué pensás de la virtualidad? ¿Cómo te parece que impacta en el amor?"
Nos escribe Andrea (27 años, Concordia): "Luciano, te escribo porque nunca te leí una opinión clara sobre las redes sociales. ¿Qué pensás de la virtualidad? ¿Cómo te parece que impacta en el amor?"
Querida Andrea, escribí muchas veces sobre virtualidad, pero es verdad: no tengo una opinión clara, porque su "impacto" –como decís– está en permanente cambio. Lo que sí tengo en claro es que el amor de hoy no es el amor de siempre, pero por internet, es un amor distinto, tecnológico. Te contaré, entonces, lo último que pensé al respecto.
Partamos de una frase: "El infierno son los otros" es una conocida cita de Jean-Paul Sartre. Sin embargo, no es lo mismo que el otro aparezca con su presencia física a que lo haga a través de una pantalla. Es cierto que el otro puede aparecer de manera representada, por ejemplo, cuando siento vergüenza y ahí no importa que el otro esté físicamente ante mí; su presencia es igualmente efectiva.
"Es mentira que sea un caballero cuando nadie me ve", dice una conocida canción de Joaquín Sabina, que ilustra a su vez otra idea sartreana: que el otro está en la mirada, que no son sus ojos, sino ese efecto –por ejemplo, la vergüenza¬– ante cual descubro mi vulnerabilidad.
El otro me mira, decide una parte de mi ser, como cuando en una discusión alguien dice "Lo que pasa es que" (en una absurda remisión a los hechos) o "porque vos" con una fijación irremediable de la idea que tengo de mí mismo, respecto de la cual puedo y quiero debatirme. "¿Qué ves cuando me ves?", dice otra célebre letra musical.
Ahora bien, si algo trajeron las tecnologías es la capacidad de que cada quien vea lo que el otro ve. En una videollamada de WhatsApp, en un pequeño recuadro nos vemos a nosotros mismos, quizá mucho más que a la persona con quien hablamos. Lo mismo ocurre en otras aplicaciones de comunicación; por no mencionar su precedente en las llamadas "selfies", esas auto-fotos que nunca son una, sino varias para, luego, elegir la que más nos guste.
Las tecnologías nos dieron la posibilidad de ilustrar de manera imaginaria la noción freudiana de superyó, a través de una mirada permanente sobre nosotros mismos. No una mirada cualquiera, sino una que –al igual que el superyó– nos juzga de manera más severa; al vernos tecnológicamente, perdemos incluso la dimensión estética o deseante de la imagen, le imprimimos además una dimensión moral: cuando nos vemos, queremos ver si somos dignos de elección por otros.
Lo digo de otra manera: en tiempos en que yo no podía verme tan fácilmente, el deseo (como algo que venía de afuera, a través de la mirada como algo ajeno) era la vía principal para que uno se prestara atención a sí mismo. Por ejemplo, en la calle me pongo a conversar con un extraño (le pregunto la hora) y, ante su distancia o frialdad, luego advierto que yo estaba algo desarreglado y, quizá, por eso el otro pasó de largo o se alejó pronto.
¿Qué ocurre en una aplicación amorosa? Antes que nada -démosle a esta expresión todo su peso- yo me veo, luego pienso que si el otro no se detiene es porque hay algo malo en mí, algo que estoy haciendo mal, me siento culpable si no soy elegido; no necesito convocar un deseo, sino reducir la culpa que me produce mi propia forma de verme, es decir, saber que no soy rechazado.
Este me parece un aspecto importante: las aplicaciones no suponen un usuario de deseo, sino fundamentalmente culposo, superyoico, eventualmente melancólico. Ahora bien, por esta melancolía de base, el usuario de aplicaciones -por supuesto que no generalizo, no digo que todos las usen así, sino que llamo la atención sobre una coordenada recurrente en diferentes casos- no basa su relación con estos dispositivos en algo más que conseguir posibilidades. No se trata de asumir una posición deseante y avanzar, sino que alcanza con saber que se puede.
De un tiempo a esta parte, ¿no es curioso que aplicaciones hechas para citas lleven a cada vez menos encuentros y que a muchas personas les alcance con chatear, con la confirmación de que el otro está del otro lado? "Un día de estos nos vemos" y así es que "vamos hablando", pero cada vez son más quienes dicen: "No quiere nada, no sé ni para que hablamos".
Las aplicaciones son el infierno de la posibilidad. Cada quien colecciona opciones y se convierte en una opción para otro. Podríamos pensar que el motivo de este pasaje es un creciente narcisismo, pero hablar de narcisismo en sentido amplio no es un tipo de respuesta específica. Yo situé una variante narcisista: la melancolía y, ahora, creo que podríamos mencionar una segunda afección narcisista: la paranoia.
En las aplicaciones, quien ve quiere ver lo que el otro ve; mejor dicho, quiere que el otro vea lo que él ve. Esta estructura podría trasladarse al pensamiento: que el otro piense lo que yo pienso o, mejor dicho, el pensamiento del otro se puede determinar por lo que yo pienso. Esto es lo propio de la paranoia: Yo, yo, yo y su consecuencia es la situación de quienes no pueden tolerar que el otro haga algo y no saber muy bien por qué pasa lo que pasa. El paranoico vive sacando conclusiones: si no me respondió, es porque no le importo, porque no me quiere, porque… pero ¿a vos cuánto te puede importar o cuánto podés querer a alguien que no conocés? Es verdad, no te importa ni lo querés, pero ¿qué querés? Que te responda. ¿Por qué? Porque si no volvés a caer en tu melancolía.
Paranoia y melancolía son dos caras de la misma moneda, para el sujeto sin deseo del mundo de las aplicaciones. Que tanta gente fracase en su uso quizá sea un signo de resistencia, una forma de no dejarse someter por esa maquinaria. El problema es que el costo de la renuncia al sometimiento es más y más frustración.
Estas breves líneas, Andrea, distan de ser exhaustivas; más bien son un ejercicio exploratorio para plantear que la pregunta que me parece importante cuando hablamos de este tipo de aplicaciones es: ¿qué clase de sujeto suponen? ¿A qué serie de pactos y negaciones lo empujan?
De este modo, en lugar de pensar los efectos por sí mismos y, por ejemplo, buscar un desarrollo de las conductas que las aplicaciones promueven (por lo general, se trata siempre de términos en inglés), más interesante es pensar desde los efectos, hacia sus condiciones; "más interesante", porque se sale así de una moral clasificatoria basada en juicios previos, tanto como de ideales prescriptivos.
Dicho de otra manera, el dejo de frustración con que diferentes personas viven el uso de las aplicaciones, porque su promesa de encuentros se revela torpe y fallida, no es un resultado contingente, sino una modificación en el modo de vivir el amor. Para vivir en ese mundillo –en el que estamos de oferta o, directamente, somos saldos– no hay muchas chances de supervivencia más que desarrollar una seducción cínica o una desconfianza reactiva que, por cierto, no son muy facilitadoras.
Hace poco una amiga me contó una situación simple. Acordó una cita a través de una aplicación y, cuando llegó al bar, corroboró que el tipo no era tan parecido al de la foto (¿quién lo es?); sin embargo, se quedó unos minutos: luego de una breve charla, descubrió que la cosa no iba a llegar muy lejos. Entonces decidió ir al baño y, unos minutos después, decidió no regresar del baño. Se fue del bar. Ya en la calle, escribió un mensaje: "Disculpame, me tenía que ir".
¿Es que ella estuvo mal? Yo no podría juzgarla. Cuando lo conversábamos, se me ocurrió preguntarle qué hubiera pasado si hubiese sido el tipo quien hiciese eso. No me refiero al célebre: no hacerle al otro lo que no nos gustaría que nos hagan. Se trata más bien de pensar cuáles son las condiciones para un acto semejante: sin una dosis de impersonalismo, ¿cómo se le hace frente al desencuentro? ¿Después de cuántas citas se puede decir que hay alguna implicación recíproca? No es que las aplicaciones nos muestran como descartables; al contrario, es la descartabilidad una condición para su uso, cuyo reverso es la demanda: "Demostrame que no soy un desecho".
Con las aplicaciones ya no dependemos de conocer al otro, sino de que el otro esté y, eventualmente, responda. No parece un contexto propicio para el pudor, menos para la vergüenza y, por lo tanto, para que la mirada del otro nos inquiete.
Ya no hay mirada; somos tuertos en el reino de los ciegos, que se quejan de que el otro hace lo mismo que haríamos, pero sin siquiera reconocer a un otro que, si existe, solo es porque su deseo me incomoda. Si seguimos pensando los vínculos en función de cómo reducir la incomodidad, estas regulaciones no serán saludables ni gratuitas: el resultado (no contingente) será un sujeto cada vez más desafectado del deseo.
Esto es lo que muestran las aplicaciones: personas que solo quieren querer, pero no quieren que el otro quiera, menos si quiere algo distinto a lo que ellos quieren, que no quieren porque les alcanza con "querer querer". No quiero desanimarte Andrea, pero a veces pienso que el infierno somos nosotros.
Contacto: [email protected]