I
I
Tenía clase. La clase no provenía del dinero o del apellido, provenía de la lucidez, el talento y la decencia. Tenía clase y estilo. Sus modales, los tonos de su voz, su sonrisa, la delicadeza de sus gestos. Podía ser muy cordial y a la vez muy severa. Los que la conocieron trabajando hablan de una profesional exigente con todos, pero en primer lugar con ella misma. Su humor era sutil, elegante, a veces irónico. Una frase en puntos suspensivos, el leve énfasis en una palabra o en una sílaba, la levedad de una sonrisa, cierto brillo en los ojos, alcanzaban para colocar al borde del ridículo al torpe. Sus enojos también la hicieron célebre. Se indignaba ante la injusticia, la mentira, pero también ante la vulgaridad y la grosería. La respuesta a Armando Gostanián en un programa de Mariano Grondona puso en evidencia la capacidad de indignación de una mujer, de una dama, ante la guaranguería de un guarango que entonces se jactaba de ser el amigo íntimo del presidente Menem.
II
Se indignaba, discutía, pero no odiaba. La observación importa porque pareciera que el actual oficialismo ha decidido recurrir a esa palabra, odio, para sancionar a los que los critican. Magdalena no odiaba, pero fue víctima del odio y la barbarie. Ninguna de esas bellaquerías e infamias le hizo perder la línea.
III
Se llamaba Magdalena Ruiz Guiñazú y su madre era una Ortiz Basualdo, pero no fue el linaje lo que le permitió destacarse en la vida, sino la calidad de su labor periodística. Nació, como se dice, en cuna de oro, pero su lugar en el periodismo lo hizo desde abajo, en el barro, en la calle. Allí conoció los rigores de la vida, sus tragedias y sus comedias. Desde el primer día fue periodista a tiempo completo. Dicen que hasta hace unas semanas, cuando salía a la calle llevaba en su cartera un pequeño grabador porque todo periodista sabe que la noticia más importante o la inspiración más fecunda para una nota de calidad puede presentarse en las circunstancias más inesperadas.
IV
Para todos los que la conocieron y los que la escucharon era simplemente Magdalena. Con eso alcanzaba y sobraba. No hacían falta más presentaciones. Las grandes mujeres pareciera que logran imponer su nombre. Pienso en Victoria, pienso en Blackie, pienso, por qué no, en Evita, para no mencionar a las que aún viven y cuyo nombre es su definitiva identidad. Magdalena ganó ese privilegio con esfuerzo y con inteligencia. Magdalena ganó ser Magdalena. Siempre se jactó y se honró de ser periodista, profesión a la que calificó como la más bella del mundo, aunque no ignoraba que esa belleza incluía infortunios y riesgos. Millones de argentinos escucharon su voz en la radio durante años. Sus opiniones políticas las expresaba con claridad, pero con la misma solvencia opinaba de música, de cine o de literatura. Pertenecía al linaje de los periodistas cultos, aunque a decir verdad no se me ocurre otra manera de concebir a un periodista que merezca ese nombre sin esas virtudes. Lo suyo sin lugar a dudas fue la radio, pero escribió ensayos y novelas que merecen leerse. Y en la radio lo que más la distinguió fueron las entrevistas. Sabía preguntar y sobre todo repreguntar, ese instante en que se pone a prueba la calidad del periodista. Sabía atender al entrevistado y su cordialidad no ocultaba que ella era la que preguntaba y que a sus preguntas había que tomarlas muy en serio porque a la hora de ventilar debilidades o incoherencias era infalible. A veces me recordaba a Oriana Fallaci. Eran muy diferentes, pero a la hora de entrevistar y poner al entrevistado contra las cuerdas, se parecían.
V
Por origen social, pero sobre todo por formación cultural, por concepción filosófica y por preferencias estéticas nunca fue peronista, más bien todo lo contrario. "Gorila" fue lo más suave que le dijeron sus enconados adversarios, que la solían tratar como a una enemiga. Nunca fue peronista, pero los respetó y se preocupaba por distinguir unos de otros.
VI
Fue una de las primeras periodistas en jugarse contra la dictadura militar. También fue la primera en entrevistar a Hebe de Bonafini en tiempos en que dar ese paso podía ocasionar riesgos personales imprevisibles. Lo hizo porque así se lo dictaba su conciencia y su sensibilidad. Por supuesto, la señora Bonafini años después pagó estas gentilezas con insultos y propiciando juicios populares acompañados de escupitajos. A decir verdad, lo sucedido más que sumar virtudes para Magdalena pone en evidencia la calaña moral de la promotora de "Sueños Compartidos" y la capacidad insaciable de corrupción que posee el populismo criollo, porque no deja de ser una radiografía moral del populismo criollo haber sometido a escupitajos a una de las periodistas que más hizo por la vigencia de los derechos humanos en la Argentina.
VII
En la Conadep estuvo porque sus virtudes cívicas y su coraje moral así lo aconsejaban. Aceptó las responsabilidades de la hora y las cumplió con el mismo empeño que dedicaba a cada una de las actividades que se proponía. Esa verdadera temporada en el infierno, esa incursión a un tiempo del desprecio que significó indagar sobre los horrores de la dictadura militar la consternaron y le pusieron lágrimas en los ojos. Como ciudadana, como mujer, como periodista siempre tuvo muy en claro el contenido ético y humanista de los derechos humanos. Esa claridad era la que no le perdonaban los populistas criollos. Magdalena fue de las personas que habló cuando tenía que hablar y se jugó cuando había que jugarse sabiendo que ese juego incluía riesgos. Los jefes de las hordas que luego la escupieron y la insultaron para ese tiempo se dedicaban a enriquecerse en las lejanías patagónicas, cuando no a colaborar y rendirle honores a los verdugos.
VIII
Como periodista siempre privilegió la búsqueda de la verdad aunque esa verdad a veces pudiera contradecirla; siempre prefirió la palabra justa a la consigna liviana; nunca practicó el periodismo amarillo, todo lo contrario. Rehuía el sensacionalismo, los golpes de efectos bajos y ligeros. Dije que en sus entrevistas era implacable, pero sabía reconocer el valor de su adversario. No era de risa fácil, pero disponía de un exquisito sentido del humor. Como mujer vivió la felicidad del amor y conoció sus desdichas. Como madre, padeció la peor de las desgracias que el destino nos reserva: la muerte de su hijo mayor cuando apenas tenía 28 años. Ni las expansiones de la felicidad y las lastimaduras del dolor le hicieron perder la discreción. La última vez que la vi fue cuando la marcha en repudio al asesinato del fiscal Nisman. Yo no lo sabía, pero nos estaba dando la última lección. Llovía, pero ella con sus ochenta años largos y su bastón estuvo presente. Llovía, pero improvisó un paraguas con un diario y un nylon y siguió caminando con nosotros. A ella una lluvia no la iba a detener y mucho menos le iba a impedir hallar una solución práctica al chaparrón. Alguna vez distinguió a Graciela Fernández Meijide con el título de "dama de los derechos humanos". Y por supuesto, no estaba equivocada. En la misma línea y en el mismo tono yo me atrevería a decir que Magdalena fue la dama del periodismo.