Es, o fue, uno de los mejores ejemplos de la arquitectura italianizante de fines del siglo XIX en la ciudad de Santa Fe. Hablo de la casa que erigió Benito Freyre y luego perteneció a su hijo Rodolfo, gobernador de Santa Fe (1902 – 1906) en la entonces calle del Comercio (ahora San Martín), entre las de Entre Ríos (hoy, Moreno) y Corrientes.
Entré a ella por primera vez cuando aún funcionaba, en sus otrora amplias habitaciones, una versión venida a menos del Instituto Bromatológico de la provincia, creado en 1940. Vale recordar que, desde el comienzo, aquel ente se había erigido como faro de una política sanitaria innovadora a nivel continental. Por entonces, era gobernador el Dr. Manuel María de Iriondo, y frente al Departamento de Salud Pública se desempeñaba el Dr. Abelardo Irigoyen Freyre, impulsor de la iniciativa junto al Dr. Jorge Mullor, primer director del instituto que habría de revolucionar la prevención alimentaria más allá de nuestras fronteras. Por añadidura, un año después, Irigoyen Freyre, médico de nota, sería designado primer ministro de Salud de la provincia y el país, nuevo hito de una transformadora concepción de la salud pública y la prevención en el consumo de alimentos.
Pero aquella visita de comienzos de los 70, a la que recuerdo como si fuera hoy, la hice como novel periodista al que su jefe le había encargado una nota sobre las condiciones de funcionamiento del Bromatológico en el antiguo caserón de los Freyre.
Cuando comencé a recorrer las instalaciones, mi decepción no pudo ser mayor. Es que el contraste con lo que había escuchado durante años sobre la señera institución, era demasiado. La falta de mantenimiento del edificio, las paredes descascaradas, las humedades que trepaban por encima de los zócalos o descendían desde los techos, el polvo que se acumulaba sobre los equipos de los laboratorios, los jirones de las telas del cielorraso que colgaban sobre los ámbitos de trabajo, equivalían a un certificado de defunción de la idea que había alumbrado la creación del instituto.
Pero a la vez, fue mi oportunidad de conocer, aunque degradada, una casa de la que mucho había oído hablar, una de las principales residencias finiseculares, con un significativo frente a la calle, un gran patio central con su aljibe -brocal de mármol y arco de hierro forjado sobre la cisterna colectora de agua pluvial-, rodeado de galerías sostenidas por columnas de hierro hacia las que abrían las habitaciones; un segundo patio, más reducido, sin ser pequeño, espacio de luz y aire para las habitaciones secundarias y, al fondo, lo que había sido el lugar de la huerta -que llegaba hasta calle San Gerónimo-, y por entonces se mostraba invadido de esa vegetación típica de los baldíos.
Hice la nota sobre el Bromatológico y, además, desde ese momento me preocupé por el destino del caserón alquilado a la provincia por integrantes de la familia Freyre. La volvería a visitar años después, luego de enterarme que la mayoría de los sucesores quería venderla, participé de gestiones y publicaciones para que lo adquiriera la provincia, pero no hubo caso. ¿Cuál era mi motivación? La de un joven que, ya interesado por la historia, veía desaparecer piezas irremplazables del patrimonio urbano, de aquellas que acreditaban el recorrido histórico de la ciudad y, en particular, de las que testimoniaban su mayor ciclo de desarrollo, desde los 80 del siglo XIX, hasta los 40 del XX, cuando el puerto de ultramar pasó a manos de la Nación, y la falta de dragados oportunos empezó a fisurar el sostenido proceso de crecimiento de las décadas previas.
Pues bien, esta casa, mandada a construir por Benito Freyre, representaba la época de la gran expansión poblacional y urbana, educativa y cultural, comercial y exportadora de Santa Fe. En ella se alojó en 1902, poco después de que Rodolfo Freyre asumiera la gobernación, el Gral. Julio A. Roca, quien por entonces ejercía su segundo mandato presidencial. Lo hizo con motivo de la inauguración del monumento al Gral. José de San Martín en la plaza homónima, acontecimiento, a la vez oficial y popular, en el que la evocada figura del Libertador lucía magnífica sobre el rotundo pedestal tallado en roca andina por el artista barcelonés Torcuato Tasso y Nadal (1853 – 1935).
Durante sus desplazamientos por la ciudad, las vivas al presidente (que hoy muchos vituperan) se mezclaban con consignas tales como "Hacer puertos es gobernar", manifiesto pedido al mandatario de un puerto moderno que favoreciera el desarrollo de una gran cuenca de producción agrícola y ganadera con excedentes exportables. Y la visita fue fructífera, porque en 1904, antes de que Roca concluyera su mandato, se colocó en nuestra ciudad la piedra fundamental del futuro Puerto de Ultramar. La decisión, por cierto, tuvo su contrapartida política en la negociación de los electores de Santa Fe a favor de Manuel Quintana, candidato de Roca y el Partido Autonomista Nacional (PAN) para la elección presidencial de fines de ese mismo año. De modo que bien puede decirse que, en ese caserón ahora mutilado, se gestó la construcción del puerto que habría de motorizar el mayor crecimiento de la ciudad de Santa Fe en su historia.
En el tiempo de la visita presidencial, la residencia era habitada por Benito Freyre y su familia, en tanto que su hijo Rodolfo, el gobernador, vivía en la casa (ya demolida) que se levantaba en la esquina sureste de las calles Comercio y 3 de Febrero, a metros del antiguo Cabildo, donde el nuevo mandatario tenía su despacho.
Benito era hijo de José Freyre y Andrade, nacido en La Coruña, y Manuela Rodríguez del Fresno, hija del protomédico Manuel Rodríguez Sarmiento y Francisca del Fresno, también oriundos de Galicia. Rodríguez, uno de los primeros higienistas de nuestra historia, y Abelardo Irigoyen Freyre, el primer ministro de Salud de Santa Fe y, también, de la Argentina, tenían directo vínculo familiar ya que, éste, era bisnieto de aquél, y nieto de Benito Freyre Rodríguez del Fresno, dueño originario de la casa que, mucho tiempo después, se alquilará al Bromatológico. El edificio, por lo tanto, unía varios hilos de una extensa trama familiar y social signada, en este punto, por sus enlaces con la salud pública y la política provincial.
Lamentablemente, hoy es difícil reconocerla, cribada, como está, de locales comerciales a la calle y múltiples deterioros en sus estructuras. Lo que queda es una triste mueca de lo que fue, y nos recuerda que la pérdida de una buena pieza patrimonial, también implica una disminución del valor de nuestro capital histórico, sello diferencial de una ciudad y una provincia que han hecho -y hacen- aportes sustanciales al desarrollo de la Nación.