El cuadro, atesorado por el Museo Histórico Provincial Brig. Gral. Estanislao López, es más importante por su trasfondo que por lo que expresa del personaje retratado. No es fácil imaginar al guerrero detrás de su máscara apacible y hasta apocada. Sin embargo, el ciclo activo de su vida en la primera mitad del siglo XVIII, en el que de manera progresiva fue designado sargento mayor (1718), maestre de campo (1728), teniente de gobernador y justicia mayor de Santa Fe (ciudad y jurisdicción) entre 1733 y 1742, coincide con uno de los períodos más complejos de la existencia de nuestra ciudad a causa de los incontenibles ataques de tribus pertenecientes a la nación guaycurú. Hablo de Francisco Javier de Echagüe y Andía (1683 – 1742), a quien me referiré luego de echar un vistazo al escenario en el que su figura emergió y adquirió entidad histórica.
En las primeras décadas del siglo XVIII Santa Fe estaba expuesta a graves peligros, al punto que, en 1725, se convoca a un cabildo abierto para evaluar un nuevo traslado de la ciudad, esta vez a la otra banda del río, en la zona de La Bajada, embrión de la actual ciudad de Paraná. Más aún, en esa reunión se designa una comisión especial para que avance en los análisis conducentes a la concreción del objetivo planteado.
Eran años muy duros para la pequeña urbe que, desde la conclusión de su traslado (en torno a 1660 según la dominante convención histórica) y durante medio siglo, había experimentado un alentador crecimiento económico y poblacional. Pero que desde 1710 y hasta 1740 habrá de sufrir la inestabilidad generada por oleadas de ataques indígenas que penetraban su propia estructura urbana.
Dice un documento de esa época: "Pasó a tanto su insolencia (la de los indios) que en Santa Fe de la Vera Cruz con poca reserva se paseaban por sus calles", al punto que obligaban a sus moradores "a no poder salir (de sus casas) sin armas en las manos". Ese texto agrega que a los vecinos se les dificultaba incluso asistir a misa, y que en general permanecían encerrados, "aun prevenidos de armas", por el constante peligro de vida.
La desesperante situación había comenzado a gestarse con el progresivo despoblamiento de los pagos de Coronda y el Salado en los que se habían implantado numerosas estancias de vecinos, unidades productivas que empezarán a ser abandonadas en la segunda década del siglo XVIII como consecuencia de las continuas invasiones indígenas. Esos recurrentes episodios, que luego se extenderán a la ciudad misma, no sólo pondrán en debate la permanencia de la ciudad en el sitio actual; también desencadenarán migraciones hacia la futura Paraná, que empezará a crecer, próxima al río y alrededor de una capilla dedicada a Nuestra Señora del Rosario.
Quien habrá de incidir en aquel movimiento -el primero de una secuencia de acontecimientos que, hacia fines de ese siglo, separará por completo "el Entre Ríos" de la jurisdicción de Santa Fe- será Bruno Mauricio de Zabala (o Zavala), gobernador del Río de la Plata. Él entendía que la creación de curatos y parroquias contribuía decididamente al poblamiento del vasto territorio, convicción que trasladó a las autoridades del cabildo eclesiástico de Buenos Aires. Así, en 1730, la autoridad eclesial decidió aprobar la erección de una capilla y parroquia en La Bajada entrerriana, y, acto seguido, Zabala mandó construirlas y ornamentarlas con objetos religiosos procedentes de la capilla de San José del Rincón.
Ese mismo año, hacia el sur, bajo la misma advocación, se creaba la modesta capilla y curato del pago de los Arroyos (semilla de la futura Rosario), que empezará a crecer en habitantes con la migración de personas y familias que abandonaban las estancias del Salado, arrasadas por los abipones al noroeste de la ciudad de Santa Fe.
Se trata de uno de los tramos más críticos de la historia de la ciudad, con crecientes fisuras en su espacio territorial y una insoslayable pérdida de funciones en favor de Buenos Aires, cuyo puerto de Las Conchas (así denominado por la abundancia de moluscos de agua dulce) en la zona actual de Tigre, atraía con fuerza el comercio del Paraguay, pese al privilegio de puerto preciso que la Real Audiencia de Charcas le había otorgado a la ciudad de Santa Fe. Es que, en la práctica, esa decisión era esquivada con frecuencia por las embarcaciones paraguayas.
Una de las principales razones de la Audiencia para el otorgamiento de esa preferencia portuaria, había sido la necesidad de sostener la función defensiva que Santa Fe cumplía en la frontera norte respecto de los indios del Chaco (principalmente abipones, mocovíes y tobas).
La siempre discontinua asistencia militar y financiera a Santa Fe por parte de Buenos Aires, incidió en la decisión de la Audiencia orientada a proveerle a la angustiada ciudad una fuente de ingresos seguros, una caja recaudadora de impuestos al movimiento de bienes por el Paraná. En suma, los recursos dinerarios requeridos para sostener guarniciones militares operativas.
Pero antes de que eso ocurriera (en 1739), durante el ciclo de mayor vulnerabilidad urbana, dos figuras nacidas en Santa Fe surgieron con perfiles propios en medio de la turbación general y el análisis de un nuevo traslado. Ellos fueron Francisco Antonio de Vera Mujica y Francisco Javier de Echagüe y Andía, principalmente este último, de quien algunas crónicas destacan sus virtudes para la guerra y la paz, ya que se convirtió en un efectivo constructor de acuerdos con grupos indígenas, destacándose el que selló con caciques mocovíes y derivó en la creación de la reducción jesuítica de San Francisco Javier, antecedente remoto de la actual ciudad homónima en el noreste santafesino.
Él es el militar retratado por un artista anónimo en la colorida estampa pintada al óleo sobre cartón que motiva esta nota. Varias cosas de esa imagen infrecuente llaman la atención en aquel contexto. La primera es su uniforme militar de gala, con la chupa o chaqueta corta azul a la francesa y sus anchas solapas ribeteadas con hilo de oro. Asimismo, los convexos botones de oro con relieves de flores de lis, el lirio inmemorial que simboliza poder, honor lealtad, pureza, belleza, en fin, las mayores virtudes del imaginario militar de aquella época, diseño que se repite en el cuello y que algunos estudiosos interpretan como una estilización de la alabarda. Del mismo precioso material están bordadas las charreteras, adheridas a los hombros por sendas presillas y cuyos flecos o canelones se vuelcan sobre la parte superior de los brazos. Debajo, el chaleco bordado blanco, la camisa y el alto pañuelo de cuello, también albos, resaltan por contraste su piel morena.
No es un retrato común en la primera mitad del siglo XVIII, mucho menos en nuestra región, donde su escasez es manifiesta, porque el uniforme, como prenda de uso generalizado y factor de identidad de un cuerpo militar y los grados de su oficialidad, recién se perfila en Europa a fines del siglo XVII, en tanto que en la siguiente centuria empezarán a dictarse los reglamentos de sastrería militar, diferenciadores de armas y rangos.
Por consiguiente, en esta lejanía geográfica saturada de carencias y peligros, el prematuro retrato militar de Echagüe relumbra como una exaltación idealizada de su figura. Y lo hace en una penumbra de datos biográficos (más allá de los familiares, bien conocidos) que hace más sorprendente la existencia y pervivencia de su áurea imagen en medio del olvido histórico.
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