Las formas curvas de los laterales de altar exhibían su exultante barroquismo en los bordes externos, en tanto que la recta línea del borde interno enmarcaba el retablo que, en la segunda mitad del siglo XVIII y antes de la expulsión de la orden, presidía la imagen de la Virgen de los Dolores en la iglesia, por entonces de nave única, de la Compañía de Jesús en Santa Fe.
Ahora sólo podemos hacernos una representación aproximada de aquella conjunción de piezas de distinto origen, pero convergentes en un mismo altar. Contamos para ello con los dos maltrechos pero sobrevivientes laterales y la imagen de bulto de la Dolorosa; de talla mocoví, los primeros, y guaraní, la segunda. Las tres esculturas se encuentran en el Museo Histórico Provincial Brig. Gral. Estanislao López, y proceden de donaciones realizadas por la orden ignaciana en 1943/44.
Imagen de Virgen de los Dolores, esculpida en madera de cedro por un anónimo artista guaraní. En la segunda mitad del siglo XVIII, enmarcada por las tallas mocovíes, presidió un altar lateral en la iglesia de los jesuitas. Foto: José G. Vittori/ Museo Histórico Provincial.
En primer lugar, cabe decir que la combinación de imágenes religiosas talladas por mocovíes y guaraníes es harto infrecuente, si es que hubiera algún otro caso. Por eso el encuentro de estas dos expresiones, conjugadas en un altar, asume una significación muy especial. Por cierto, ambas han tenido como maestros inspiradores y orientadores a misioneros jesuitas, pero los resultados están imbuidos de las "traducciones" que los receptores hacían en sus fueros íntimos de los mensajes religiosos emitidos por los padres ignacianos. Traducciones que, por otra parte, respondían a sus respectivos modos de vida, creencias y bagajes culturales, en verdad distintos, con el agregado de que constituían pueblos enemistados y, con frecuencia, en guerra.
Los mocovíes eran una porción de la nación guaycurú, en tanto que los guaraníes, en sus diversas variantes, poseedores de un mayor nivel cultural, eran sus enemigos ancestrales. En este caso, el puente que los habrá de acercar fue construido por misioneros jesuitas actuantes en dos regiones distintas de la gran cuenca fluvial del Paraguay-Paraná. En rigor, el problema de los enfrentamientos indígenas tenía un alcance mayor, ya que la beligerancia confrontaba a menudo a mocovíes con abipones y payaguás, también pertenecientes a la nación guaycurú, y a todos ellos con los guaraníes, como así también, con los hispano-criollos de las ciudades.
En este sentido, Paucke le dedica un amplio elogio a Francisco Javier de Echagüe y Andía (cuyo retrato hemos analizado en una entrega anterior) por su esfuerzo en introducir la pedagogía de la paz en un escenario de guerra, y por los logros obtenidos con ese método.
Pero hoy el tema es otro, y a ese punto regresamos. La primera referencia a lo que habría de ocurrir en la nueva reducción de San Javier, trasladada algunas leguas al norte de la que había erigido el padre Francisco Burges en 1743, puede leerse en el libro "Hacia allá y para acá" que Paucke escribiera durante su exilio en el convento cisterciense de Zwettl, en Austria. Allí dice respecto del equipaje que portaba en 1750: "Yo traía conmigo varios cuchillos, formones y otras herramientas que podían serme útiles para trabajos de escultor o de carpintero". A la vez, reconoce que tuvo que aprender con rapidez el empleo de otros instrumentos, como el cepillo de carpintero (garlopa, garlopín), para instruir en su uso, mediante la paciente docencia del ejemplo, a los indios reducidos bajo su conducción.
A poco de convivir con ellos, mientras se empeñaba en aprender su lengua para mejor comunicarse y desarrollar con provecho su novedosa pedagogía, aderezada con ingredientes de humor y una alegría a prueba de contrariedades, errores y fracasos, Paucke se abocó a la tarea de mejorar las instalaciones del nuevo pueblo en construcción. Lo hizo a ritmo sostenido y con tácticas orientadas a despertar el interés de los mocovíes. Por ejemplo, simular errores en su trabajo o realizarlo con torpeza para que los indios lo corrigieran, y de ese modo se involucraran. Era una pequeña y embozada provocación para concitar su atención y estimular su respuesta práctica en la carne de la madera. Así, poco a poco, irán descubriendo aptitudes ignoradas y, en ese despertar, obtendrán formas útiles, primero, y gozosas, después.
Los primeros logros se tradujeron en elementos útiles, como marcos para ventanas y puertas, mesas y sillas. Con el tiempo, se agregaron desafíos más complejos, como el labrado de la madera, tarea decorativa cuya utilidad no terminaban de comprender hasta que veían el mueble terminado y podían apreciar la transformación productiva de un pedazo de madera en una pieza útil y bella.
El trabajo formativo fue de menor a mayor, y de pocos indios a grupos numerosos atraídos por los resultados que obtenían sus compañeros. Este contagio productivo llevó a que, en la reducción, con el paso de los años, el misionero tuviera "hasta veinticinco indios que sin mi presencia -escribe- construían carros de carga enteros". Pero también, "cuatro muchachos que hacían trabajo de escultura perforado; ellos han construido una parte del altar y tan luego la inferior junto con éste un tabernáculo, dos antipendia (antependios, estructuras decorativas) todo en trabajo perforado y sotopuesto con pedazos de espejo roto, primorosamente dorado y pulido para lo cual yo tenía otros seis muchachos. Los dos antipendia junto con el tabernáculo han sido incrustados para la iglesia jesuita en Santa Fe para los dos primeros altares laterales de la Madre Dolorosa y nuestra amada Señora de las Obras Milagrosas".
Podemos agregar que la "Madre Dolorosa", gran talla barroca proveniente de las misiones guaraníes, a la que nos hemos referido en una nota anterior, estaba enmarcada, en la iglesia de la Compañía, por los laterales esculpidos, calados, policromados y dorados en la reducción de San Javier de Mocovíes. Y no solo eso. El lienzo pintado por el hermano Luis Berger en Santa Fe la Vieja (hoy, imagen central del altar mayor de esa iglesia) también estaba acompañado en su altar de entonces por trabajos escultóricos y pictóricos de los "muchachos" de Paucke, lamentablemente perdidos.
Pero lo que se conserva en el museo basta, pese a los deterioros, para ensayar un comentario. Lejos de la perfección, el trabajo tiene vibra, transmite la alegría que el maestro infundió en sus aprendices y que, uno y otros, muestran en sus respectivas obras. Basta verlas para asociar sus formas expresivas. Allí están las acuarelas de Paucke "Los indios saltan desde un árbol al agua…" o "Bajando miel de los árboles" para entender el nexo visual con los angelitos mocovíes.
Los antependios o laterales de altar (2,16 m de altura por 0,52 cm de ancho), son tan barrocos como la virgen (1,70 m de altura) a la que complementaban, pero el tallado es claramente distinto. El de la virgen, de acentuadas facciones indígenas, es mucho más evolucionado, en tanto que el de las longitudinales estelas escultóricas, es más primitivo, aunque al igual que la imagen guaraní, están cargadas de una intensa energía, solo que en este caso es festiva, mientras que, en el otro, es de dolor contenido.
En los laterales, ángeles niños -que recuerdan a traviesos "putti" paganos-, enroscan sus cuerpos, ritmados en ondulación ascendente, entre las volutas de la madera, florecida de hojas de acanto y frutos imprecisos. El conjunto es dispar, las carnaciones son toscas, el tamaño de los niños es diverso, al igual que calidad de la talla, todo está lejos de la belleza clásica, pero compone un canto a la vida de gracia incuestionable.