Después de tanta lluvia, esa tarde el sol aparece triunfante escalando las nubes y ruborizando la nieve que corona los cerros. El humo de las chimeneas se esconde entre la letanía de cipreses y se amalgama a la soledad. Ella prepara unas tostadas con mermelada de grosellas y mate amargo para apañar el frío y endulzar el espíritu. Sorbo a sorbo espera que su ansiedad se libere evocando esos ojos profundos que la retornan al vaivén indescifrable en que se fue despojando de la infancia para surgir como mujer; a esa mirada, persistente, insolente, pero llena de ternura que la hizo sentir querida por primera vez.
Sentada en la galería lo espera. Se siente cómoda en el antiguo sillón de cuero negro en el que le gusta leer para olvidarse del mundo. Él dijo que llegaría a las cinco y faltan sólo diez minutos. Su corazón palpita con desenfreno casi adolescente y un leve mareo le avisa que debe tratar de estar serena. Recuerda cuando era pequeña y su padre le armó un hermoso volantín de papel de colores y fueron al campo para hacerlo jugar en las alturas. Esa sencilla alegría exaltándola al correr tras él, al intentar agarrarlo, es similar a la sensación que la invade ahora. Se sirve otro mate y lo saborea despacio mientras sus pensamientos se evaporan en el calor de la infusión.
Este momento parecía imposible y la emoción abruma sus sentidos. Ahora los dos están solos, sin sus matrimonios que no se animaban a romper, ni hijos por criar. Pero la verdad es que son ancianos y les queda poco tiempo. Ella se toca la cara, palpa las arrugas de su sien y un gesto dulce asoma en sus labios. Todo está listo para darle a su amigo, su amado, la bienvenida. Preparó algo sencillo y delicioso para la cena y puso el mantel blanco y un florero con jazmines sobre la mesa. Un rato antes, se metió en la ducha y llenó su cuerpo cansado, con caricias suaves de burbujas anhelando esas manos que conocía desde niña. El agua tibia se iba llevando sus decepciones y sus lágrimas. Se secó mansamente, peinó su largo pelo completamente descolorido. Puso en su piel aceites de hierbas y perfume, y se atavió con un vestido verde, que combinaba con sus ojos y su fe. Se miró en el espejo de su dormitorio y le pareció ridículo intentar verse hermosa a su edad. La vida había pasado muy de prisa y estaba vieja para querer tanto.
Meditando remotas vaguedades comprueba que es la hora pactada para el encuentro y ese cariño guardado, escondido, en lo mas recóndito de su ser se desborda en un ruego lleno de esperanza. El aire fresco no consigue perturbar su visión del jardín. Las hojas mustias del cerezo caen en la tierra húmeda para cuidarla del otoño. Algo misterioso late en su alma desde sus raíces persiguiendo ese deseo que parece inalcanzable… Él debe estar llegando y ella se entrega a esa ilusión que cosquillea su carne marchita y la hace temblar. El amor es un barrilete que se escapa… hermoso y lejano –reflexiona- baila con el viento, a veces puede tocar sus flecos con la punta de los dedos, a veces es solo un punto brillante en el cielo, como una estrella a la que le pide un deseo... Respira profundo y cierra los ojos. Unos golpes resuenan en la puerta. Y ella suspira feliz.
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