Hitos de la democracia republicana sobre el terreno agreste del borde fluvial. Foto: Mauricio Garín
Por Gustavo Vittori
Hitos de la democracia republicana sobre el terreno agreste del borde fluvial. Foto: Mauricio Garín
Gustavo J. Vittori
gvittori@ellitoral.com
Ya están de pie, marcan el terreno, y representan a través de su volumétrica corporeidad abstracciones fundantes de los poderes del Estado instituidos por la Constitución Nacional. Se yerguen a la vera del río Santa Fe, en el costado este de la avenida Mar Argentino. Apuntan hacia el cielo como flechas de la estatidad, en busca de alturas superadoras en la siempre compleja experiencia histórica de crear y desarrollar un país, y están rodeados por las tierras bajas de la ribera, salpicadas de vegetación autóctona. Los tres pilares de la república democrática irradian a los cuatro vientos su energía institucional y convocan a la ciudadanía a un espacio en construcción -como lo es la Argentina misma-, sin disimular las asperezas e irregularidades del medio ambiente. Es que el proyecto, que sirve de guía al desarrollo, no fue concebido como los monumentos de formato clásico, esos cantos a la Patria inspirados por grandezas pasadas -reales, imaginadas o inventadas-, evocadoras de dioses y de héroes, míticos relatos expresados mediante la imponente materialidad de grandes superficies construidas y esculpidas. Aquí es distinto. La intervención arquitectónica tendrá bajo impacto sobre la geografía; es más, jugará con ella y, a la vez, la sumará y la contrastará dentro de una concepción general en la que ésta cumplirá un significativo papel complementario, tanto en el aspecto simbólico como en el de su uso social. Así, los tres pilares que representan a los poderes del Estado, se alzan como hitos geométricos simples y puros sobre la dominante horizontal del terreno de diecisiete hectáreas, y en el futuro próximo, serán encamisados con chapas de acero que los harán fulgir bajo el sol, conjunción de la naturaleza con la inteligencia proyectual que acentuará su condición de marcadores institucionales y urbanos, de antenas transmisoras de mensajes cívicos, de agujas adecuadas para tejer un futuro de mejor y más fructífera convivencia. Ya están de pie -cada uno con sus dieciséis metros de altura y sus sesenta toneladas de peso- sobre el terreno todavía greñoso, que paso a paso se convertirá en un parque de la civilidad, en un lugar de encuentro y comunicación, de aprendizaje y reflexión, de disfrute y contemplación. Allí estará, al alcance de todos, el privilegiado balcón ribereño que se abrirá hacia el río de rápida correntada y los verdes y ocres de las islas de enfrente. Los tres pilares del poder republicano están plantados sobre el borde fluvial -y también sobre robustos soportes fundados en el cálculo matemático-, en tanto que su cimiento intangible es el texto de la Constitución Nacional. En torno de ellos se extenderá mañana la explanada de la Soberanía Popular, base filosófica y política de nuestro andamiaje institucional, a la que se accederá a través del puente de la Unión Nacional, forma física que le dará expresión tangible a la explícita vocación de los constituyentes de 1853/60, plasmada en el Preámbulo de nuestra Carta Magna. “Pilares”, mejor que “tótems” Empleo el vocablo “pilares”, aunque también podría usarse el de “columnas”, porque me parecen preferibles a las palabras “tótems” u “obeliscos”. Explico por qué. Los tótems remiten a escultóricas construcciones tribales, al animismo mágico y a la evocación de epónimos que ligan a sus descendientes por los lazos de sangre y las comunes creencias clánicas y religiosas. Los obeliscos, por su parte, aunque morfológicamente muy cercanos a los hitos o pilares que se alzan en el Parque de la Constitución, difieren sustancialmente del sentido y la función que revestían en el Egipto de los faraones, lugar de origen del formato. Para los egipcios, “obelisco” (del griego, obeliskos) significaba “aguja”; y ésta, a su vez, era la representación estilizada de un rayo solar, atributo iconográfico relacionado con Amón Ra, el dios Sol, la divinidad mayor, señor de la vida y de la muerte, y dispensador de energías necesarias para la presunta resurrección de los difuntos, energía que se transmitía a la cámara sepulcral a través del rayo pétreo del obelisco. Dentro de esa trama de creencias, el obelisco era una suerte de antena que comunicaba a la celeste región habitada por las divinidades con la vida de ultratumba. Y en el caso de los tótems, el espíritu del héroe fundador de la estirpe tribal respondía a la devoción y el clamor de su descendencia por intermedio de imágenes fantásticas que lo evocaban, figuras que solían -y suelen- articularse con otras en estructuras verticales que secuencian el origen y la evolución de determinados grupos étnicos. En ambas situaciones, predominan el componente religioso o la clave sanguínea. En cambio, los pilares del Parque de la Constitución reconocen otra raíz: la que consiguió reemplazar a las relaciones nacidas de la sangre por el vínculo surgido de la ley, a la singularidad de la tribu por la generalidad del Estado; al jefe de la mesnada por la autoridad institucional, al súbdito por el ciudadano, a la arbitrariedad por la previsibilidad, al casuismo por el silogismo, a la pulsión de la venganza por la intermediación de la Justicia, a las creencias panteístas por los principios racionales y las normas positivas del sistema legal. Éstas son, por lo tanto, referencias insoslayables para un diseño arquitectónico y urbanístico sólido pero sin estridencias; amigable con la naturaleza porque sintoniza con los derechos ambientales incorporados por la reforma de 1994, sensible en su concepción y austero en su implantación, respetuoso de un paisaje que también tiene valor patrimonial y pensado para recibir a todos, como corresponde a un parque que celebrará la institucionalidad democrática. Un foro que aspira a ser faro Se trata de un sitio que incluirá una biblioteca pública como clave de inclusión social; un centro de documentación, investigación y difusión de la Constitución Nacional y de la riqueza cultural de la tradición constitucionalista; una antena emisora de civilidad, una muestra con elementos dinámicos que permita visualizar el difícil proceso de gestación del texto constitucional y facilite su comprensión para todas las audiencias. En suma, un mojón identitario del país de los argentinos, localizado en una porción de tierra santafesina próxima al sitio histórico en el que sesionó el Congreso General Constituyente de 1853/60, rincón costero que retiene visuales semejantes a las que vivenciaron los constituyentes del siglo XIX. Por añadidura, un espacio abierto, polivalente e irradiante que habrá de conjugar programas educativos, renovados empeños de difusión cívica y estímulos con la creatividad ciudadana, a través de convocatorias, concursos y muestras; es decir, con la activa participación de quienes, más allá de los vicios y desvíos en que puedan incurrir los actores políticos e institucionales, integran la formidable experiencia de contar con un régimen constitucional moderno. Juan Bautista Alberdi decía que “no hay Nación sin una filosofía”. Podría agregarse que tampoco la hay sin una historia y, en términos modernos, sin una Constitución, sea o no escrita. La Argentina ha hecho los deberes institucionales, pero hay evidentes fallas de encarnadura en la sociedad. Desde los balbuceos constituyentes de la Asamblea del Año XIII hasta el constitucionalismo ecuménico de la actualidad, el itinerario institucional dos veces secular está signado por el sueño y la realidad, el conflicto y el acuerdo, la guerra y la paz, la sangre y la tinta, la anarquía y la organización. Al cabo, tenemos un corpus constitucional moderno, pero severos problemas políticos, sociales y culturales. Por eso, el proyecto en marcha del Parque-Biblioteca de la Constitución Nacional se propone ir más allá del sitio ritual y evocador, del paseo recreativo o el lugar de información y aprendizaje. Como asume que la Constitución es un organismo vivo, tan vivo como el pueblo que le da origen y destino, también intentará ser un foro de discusión inteligente y creativa, un faro que alumbre al país en temas fundamentales que a todos conciernen.
La Argentina ha hecho los deberes institucionales, pero hay evidentes fallas de encarnadura en la sociedad.