¿Cuándo empezamos a necesitar la música para vivir? A los niños les gustan las canciones, pero no las necesitan. Un niño puede vivir sin canciones, porque lleva en los oídos la más maravillosa música: la voz de su madre.
¿Cuándo empezamos a necesitar la música para vivir? A los niños les gustan las canciones, pero no las necesitan. Un niño puede vivir sin canciones, porque lleva en los oídos la más maravillosa música: la voz de su madre.
Es en la adolescencia cuando las canciones se vuelven necesarias, al punto de que ese goce se fija y puede acompañarnos durante toda la vida. No digo la música, digo las canciones, la forma-canción, con toda su intensidad y el repeat inevitable; es la forma adolescente por excelencia. En mi libro “Esos raros adolescentes nuevos” dedico varias páginas a hablar del goce de la canción, en la medida en que ésta expresa de la mejor manera ese modo de vida que es la adolescencia.
¿Por qué las canciones nos hablan? ¿Cómo se llega a que tres minutos de un ritmo más o menos monótono pueda decir lo más íntimo de nuestro ser? Las canciones ocupan en nuestra sociedad el mismo lugar que los refranes en el pasado, que nadie sabe qué quieren decir, pero dicen un montón. Son verdades cuyo saber queda a cargo de quien escucha, por eso las canciones funcionan como interpretaciones y a veces los analistas no tenemos nada mejor que decirle a alguien que recordarle la canción que dice... No sólo con adolescentes, pero es con ellos que las canciones ocupan un lugar importante en la experiencia analítica.
Ayer un joven de 13 años quiso que escuchemos en YouTube “El amor después del amor”. ¿Sabían ustedes que Youtube es una plataforma que empezó a funcionar el 14 de febrero (de 2005)? Sí, el día de los enamorados. ¿Qué podríamos decir del amor sin las canciones? Igual lo que me importa es contar el modo en que escucharlo hablar a este joven de esa canción me dejó conmovido. Me hizo recordar mis 13 años, cuando el disco salió y me cambió la vida. Cuando en “A rodar de mi vida” dice: “Nadie tiene a nadie/ Yo te tengo a vos/ Dentro de mi alma/ Siento que me amas/ Chau, hasta mañana” y así termina el disco, a mí me colapsa ese hilo de cobre que tengo en el centro del corazón.
Me acuerdo de la vez que lo vi a Fito por la calle, mientras él caminaba por la plaza Las Heras hablando por celular. ¿Sería el 2005? Me le paré enfrente y le quise hablar, pero no pude. Me miró y seguía hablando, se quiso correr para pasar. Entonces lo único que me salió fue abrazarlo, agarrarlo con los dos brazos por la panza y apoyarle la cabeza y darle un beso en el pecho. Por teléfono, él dijo: “Guau, qué baño de bella luz” y me acarició la cabeza y se fue. Cuando ayer con este muchacho vimos este video, me costó no dejarme llevar por lo que implica para mí. Después me dejé llevar y fue la mejor decisión.
Las canciones nos enseñan a sentir. Creemos que nos emocionamos, pero el afecto es un efecto. Ejemplo: “X corre para no llegar tarde a un lugar, y llega tarde. Del otro lado de la puerta ve una sombra y no se anima a golpear”. De regreso a casa piensa en cómo nuestra manera de vivir el amor depende de que existan las puertas. Y los balcones y las ventanas. Desde Romeo y Julieta, o después del poema de García Lorca que dice “Deja el balcón abierto” y que Joe Strummer incluyó en una canción de The Clash con este verso: “Oh, please, leave the ventana open”.
Como la canción de Jovanotti “Serenata rap”, que canta en el estribillo: “Affacciati alla finestra amore mio” y luego dice “amor ch’ a nullo amato amar perdona” (que es el verso 103 del canto V de la Divina Comedia) y que muestra que el amor es una pasión forzada. “Uno” quiere amar, X quisiera creer que el amor es algo personal y propio, pero el amor se impone como una estructura; y sólo por haber corrido para no llegar tarde, X se enamora, como Woody Allen en la última escena de Manhattan, cuando llega y ve a Mariel Hemingway, del otro lado de la puerta, lista para irse. Todas la puertas, ventanas y balcones, en la literatura, la música y el arte para reproducir la forma de ese avatar fisiológico que, una vez, alguien llamó amor. Hace no mucho. Canciones que dicen: “Flores en tu ventana”, “Acércate a la reja”, o la de Richard Hawley que dice: “Oh, open up your door/ Cos we’ve time to give”. El amor es un efecto de la arquitectura moderna. No amaríamos si no existiera esa topología mínima del espacio cerrado en el que entrar. Adentro/afuera: dame “la llave de tu corazón”, estás “en mi mente”, etc. ¡Ni siquiera hablaríamos del coito como una “penetración”! Todo Occidente amó con esta distribución espacial de lo interno y lo exterior, hasta que Fito cantó “El amor después/ del amor, tal vez/ se parezca a este rayo del sol”.
Para concluir, elijo una canción específica. “Canciones para aliens” (2011) es uno de los discos más extraños de Fito Páez. Se trata de versiones libres de composiciones de otros músicos, que muestran un desafío a la versatilidad de Fito, todos sus límites como cantante, su irresponsabilidad como intérprete. Por eso es un disco que me gusta mucho. Sus síntomas en estado salvaje. “Tango (Promesas de amor)” es un cutypaste de melodías de Ryuichi Sakamoto, con una letra exquisita (melancólica, centrada en el ayer que perdura, el tema general: una carta al estilo Jobim que cuenta el conflicto del exitoso que no se reconoce en la imagen idealizada que otros le confirman y, en sus ratos de soledad, piensa en un viejo amor) y, mucho más, la participación de Chico Buarque, quien prácticamente canta toda la canción. Fito logra algo que sólo muy pocos pueden hacer (en la música, en el arte, en la vida): parecer un invitado en su propia creación. Es una forma de descentramiento magistral, a veces ni con años de psicoanálisis se consigue. Por eso lo admiro tanto. En la máxima cercanía, la máxima distancia, Fito logra escucharse a través de otro. Sólo los genios se destituyen y se dejan atravesar de manera semejante.