Si en el campo de la psicología conviven tantas corrientes terapéuticas y escuelas de pensamiento, es porque el psiquismo no es abordable mediante los métodos clásicos de las ciencias naturales. Por ende, salvo en los fanatismos, cada hipótesis permanece necesariamente en un terreno conjetural. Dicho de otra manera, allí nadie tiene la última palabra. Cuando se trata de las teorías sobre el desarrollo humano, según los ideales de cada época, se proponen diferentes fórmulas sobre cómo educar a los niños. No obstante, más allá del bien común que se persiga en cada caso, luego una generación se queja del exceso de límites, la siguiente de su ausencia y así sucesivamente. Cada generación falla a su manera, no podría ser de otra forma.
De tanto en tanto irrumpen en la cultura nuevos métodos y consejos pedagógicos. Desde los estilos más estrictos hasta aquellos que se presentan como respetuosos de la condición infantil, todos ellos prometen lo mismo, un crecimiento sano y pleno. Como sucede con las novedades, un efecto de fascinación las propaga hasta que se disuelven en el incumplimiento de su promesa inicial. Lo interesante es que la esperanza se renueva cada vez, a la espera del próximo ensayo.
Si no existe el libro o método definitivo, es porque allí hay un imposible. Esto no supone una invitación al nihilismo, es decir, a detenerse en un sin sentido de todo esfuerzo. Aquí lo imposible significa que es un problema abierto, que siempre puede decirse algo más sobre un asunto que no concluye ni podría. Toda nueva respuesta busca enmendar aquello que no funcionó en el intento anterior, y así introduce al mismo tiempo nuevos problemas. No por casualidad un pensador solía repetir que los problemas no se resuelven, se intercambian. Quizá el psicoanálisis mismo, en su afán de trascender la comprensión intuitiva del sentido común, sea un intento decidido de explicar dicha imposibilidad, esa relación compleja entre el ser hablante y el malestar en la existencia que le es inherente.
En este contexto, tanto en la psicología como en las corrientes pedagógicas que inspira, algunas teorías sostienen una noción de sujeto pasivo. Tal como se comporta una esponja ante los fluidos que la circundan, se espera que una persona absorba aquello que encuentra en su medio de una forma automática, sin resistencia o esfuerzo alguno. Por ejemplo, pensemos la siguiente situación ficticia en un ámbito escolar: se produce un malentendido y el docente de turno llama injustamente "mentiroso" a un alumno ante sus pares. Paso siguiente esta concepción de sujeto pasivo supone una soldadura entre la identidad del niño -el concepto de sí mismo- y el predicado "mentiroso" que irrumpe en la escena. Como si se tratase de un destino inexorable, quien fue calificado como mentiroso llegará a pensar que en adelante su palabra no posee valor para los otros.
Este modo de concebir las cosas puede, si no refutarse, al menos matizarse. En primer lugar, es necesario admitir que no es posible saber de antemano qué consecuencias tendrá tal o cual palabra. Desde el cielo hasta el infierno, sean amables u hostiles, muchas palabras nos nombran desde un exterior. Sin embargo, solo algunas de ellas impactan en nuestra historia subjetiva como una marca. Por supuesto, esto no quiere decir que resulte indiferente el modo en el cual nos dirigimos a los otros, sino que el efecto de dichas palabras es contingente antes que necesario, supeditado a una multiplicidad de factores y por tanto imposible de calcular. En lógica lo necesario es lo que ocurrirá sí o sí, lo contingente es lo que puede o no ocurrir.
Ahora bien, este es el punto que interesa destacar. Si algunas palabras producen efectos y otras no, es lícito preguntarse entonces el porqué. En psicoanálisis distinguimos entre dos términos fundamentales que suelen pensarse como sinónimos: el yo y el sujeto. El yo es una instancia del psiquismo que supone necesariamente una aprehensión de sí mismo como unidad diferenciada del entorno. En la teoría se lo identifica con el pensamiento consciente y se le asigna la función global de comandar la interacción voluntaria con el mundo exterior. El sujeto, en cambio, es un concepto más difícil de atrapar. Pertenece esencialmente al registro inconsciente, es decir, una forma de pensamiento que escapa a la consciencia. Es esa parte de nosotros mismos que desconocemos, pero que igualmente orienta nuestro modo de hacer con la existencia.
Por ejemplo, en los dichos alguien puede afirmar que desea concretar un proyecto personal, pero en los hechos hacer exactamente lo contrario sin saber el motivo. En tal sentido, una psicoterapia es la invitación a localizar cuál es la posición del sujeto ante lo que afirma su propio yo. En pocas palabras, si realmente quiere lo que dice desear. Ambos conceptos implican una división al interior del psiquismo, división que originalmente Sigmund Freud designó bajo el nombre de Inconsciente.
Entonces, cuando se busca precisar por qué algunas palabras se inscriben como marcas y otras tantas se pierden sin más en el murmullo del mundo, es posible remitirse a la noción de sujeto y su indeterminación radical. Una marca en la historia subjetiva no puede reducirse al exceso del otro -en este caso el calificativo "mentiroso"-, también cuenta cómo cada uno se las ha arreglado con dicho exceso y qué ha podido hacer con eso, ya en un segundo tiempo. Aquí se rompe la idea de causa y efecto, en beneficio de una infinitud de respuestas, arreglos e invenciones posibles para cada quien. Es por ello que un sujeto, lejos de ser una esponja que absorbe pasivamente los estímulos de su medio, construye el lugar desde el cual jugará su partida en la existencia.