Veo una foto. Una persona, probablemente practicando algún deporte aéreo, una cuerda suspendida entre una montaña y algo más que no está a la vista, y el territorio desde arriba. La belleza impacta y deja abierta una puerta para múltiples sensaciones que bailan en la memoria. La imagen me transporta a otra dimensión: a un ser diferente, a otro paisaje donde la cordillera también es protagonista, al descubrimiento de ciertas cosas que había en mí y que desconocía completamente. Era joven y estaba muy arraigada a mi círculo familiar. No había salido de Santa Fe desde chiquita, y solo visitaba aisladamente alguna ciudad cercana.
Hacía poco que estábamos de novios y mi compañero me propuso hacer un viaje por el norte argentino. Preparamos un equipaje liviano, utensillos indispensables, carpa y bolsas de dormir, y partimos en una moto enduro de 150 cc y con un mapa bien a mano. Él anhelaba regresar a El Rodeo, un poblado catamarqueño pintoresco y de escasos habitantes, y luego recorrer varias provincias. A principios de enero, el calor sofocante se conjugaba con el sopor del pavimento y debíamos detenernos de a tramos para hidratarnos y descansar bajo la sombra de un árbol. La primera noche nos detuvimos en Santiago y la segunda en El Cadillal.
Mi cuerpo necesitaba amoldarse al ritmo y al vehículo, a no probar alimentos salvo caramelos o galletitas durante las horas de ruta, a controlar miedos y prejuicios. Cuando llegamos a destino, buscamos un camping y fuimos a comprar humitas en un puesto callejero atendido por una señora mayor. Las más ricas que he probado. Después paseamos por las sendas irregulares, de tierra en su mayoría, y ascendimos a un mirador desde el que se visualizaba la hondonada, con sus colinas, y sus matices de verde alternando sembrados y jardines. Permanecimos en el pueblo unos días, disfrutando de las nueces, el dulce de membrillo casero y las comidas típicas. Una siesta, andando por una calle polvorienta, la rueda de la moto patinó y nos caímos. Yo salí ilesa, pero mi pareja se lastimó bastante la rodilla.
A pesar del contratiempo, decidimos avanzar en nuestro itinerario. Esas vacaciones fueron hermosas. Exploramos diversas urbanidades y la naturaleza; exposiciones y caminos. Arribamos a San Juan casi al final del trayecto y nos instalamos en el Valle del Zonda, donde no nos faltaron emociones: atravesamos una tormenta nocturna que inundó el parque completo, y nos despertamos flotando como si estuviéramos en un barquito de tela impermeable. Cuando el agua bajó decidimos recorrer algunos puntos de interés. En las proximidades se encontraba un cerro que tiene en la base una caverna con réplicas de restos fósiles.
Debido a la pierna herida, él se quedó en el museo y yo me atreví a subir hasta la cima. No me resultó difícil porque había tallada una especie de escalinata. El panorama desde la cumbre era espectacular. El viento y la altura combinaban a la perfección para brindar esa sensación de libertad y regocijo en la que te sentís dueño del mundo, capaz de todo. Las ráfagas no eran intensas pero me arremolinaban el pelo y generaban cierto escalofrío que empezaba a traslucirse en la piel. Entonces decidí bajar y al llegar al filo de la piedra, un mareo y un terror atroz me rebasó los ojos. Miré a los costados y noté que estaba completamente sola. Las cuatro o cinco personas que divisé unos minutos antes habían desaparecido.
Me mantuve quieta, sin saber que hacer por un largo rato. Mi corazón latía desmesuradamente loco, mientras un sudor frío me empapaba las manos y la espalda. Delante tenía la inmensidad, y la roca que declinaba abruptamente. "¡Así que esto es el vértigo!" murmuré. Junté valor e intenté el primer paso. Imposible realizarlo. Respiré profundo, desesperada pero buscando calmar mi ansiedad. Me senté en el borde del primer peldaño y muy lentamente inicié el descenso. A mitad del trecho ya estaba mejor y pude erguirme. Llegué hasta mi novio pálida, despeinada y sucia, pero riéndome de la aventura. Lo abracé fuerte, le di un beso y le pedí que nos marcháramos.
El sol del mediodía picaba más de la cuenta y la experiencia me había dado un hambre colosal. Cuando retornamos a Santa Fe, mandé a revelar el rollo de la cámara. Quería comprobar que había capturado de esos momentos confusos en que el encanto de la perspectiva se confundía con mi frágil humanidad. Sin embargo… ¡No había salido ninguna fotografía! Solo quedaba el recuerdo, las impresiones fugaces despertando el vértigo. Confieso que he cambiado mucho, decidir nuevos rumbos es siempre un desafío. El amor, la maternidad y la escritura transformaron mi visión del universo y mi interior. Ya no viajo tanto, aunque mi sensibilidad se expande como si rodara por órbitas interminables. Ahora soy una mujer que vive en una zona de montaña, se conmueve ante la sencillez de lo natural y sigue aprendiendo a afrontar lo que teme.
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