Todavía no logré descifrar qué relación existe entre el 25 de Mayo de 1810 y el sable que San Martín le legó a Rosas. Yo no lo sé, pero la Señora seguramente lo sabe, a juzgar por la seguridad con que se expresó en la tribuna levantada para celebrar el 25 de Mayo pero de 2003, la fecha cuando Él probó ante el tribunal de la historia -la historia oficial se entiende- que lo suyo fue tan o más importante que lo de Moreno, Castelli o Belgrano.
Pero lo cierto es que en ese divagar al que nos tiene acostumbrados la Señora, apareció el sable de San Martín. Recurrir a la historia desde la tribuna no aporta nada al conocimiento histórico, pero suele ser una de las tentaciones preferidas por los aspirantes a dictadores. Apelar a los espectros del pasado para prestigiarse con sus honorables atuendos en el presente es un recurso torpe y grosero, pero eficaz a la hora de soliviantar a una multitud de incondicionales decididos a aplaudir cualquier palabra que salga de la boca de la Jefa.
Los problemas que se le presentan a la Señora con su oratoria torrencial y su gestualidad bizarra son los habituales: se enamora de sus propias palabras, y lanzada a ese vacío de sonidos y de furias la primera sacrificada suele ser la verdad histórica, escrúpulo teórico que -dicho sea de paso- a la Señora no le hace perder el sueño. Tampoco le provoca insomnio o culpa valerse de la cadena nacional para incorporar un nuevo factor de división entre los argentinos, ahora entre rosistas y antirrosistas, un debate que los historiadores superaron hace por lo menos cuatro décadas y que Ella alegremente impone como antinomia en nombre de su causa nacional y popular.
Pero volvamos al sable de San Martín, el sable que éste compró en Londres en 1811, pocos meses antes de venir a Buenos Aires. Según se sabe, fue su arma preferida, la que usó por ejemplo en Chacabuco y Maipú, pero no en San Lorenzo, ocasión en la que empuñó otro sable que luego se lo habría de regalar, algunos dicen que a Gregorio de las Heras, otros, aseguran que el destinatario fue Lamadrid.
Cuando San Martín regresó de Perú, dejó el sable en Mendoza. Después inició su exilio en Europa, pero en 1835, aprovechando que su yerno Mariano Balcarce estaba en la Argentina acompañado de Remedios, le escribió para pedirle que ubicara el sable y lo trajera a Europa. El 5 de diciembre de 1835 el General recuperó su arma preferida, que colgará, junto con el estandarte de Pizarro, en una de las paredes del dormitorio de su residencia en Grand Bourg.
El 23 de enero de 1844, San Martín redactó su testamento político en París. Allí expresó en la cláusula tres que deseaba que a su muerte el sable le fuera entregado a Juan Manuel de Rosas, por “la firmeza con que ha sostenido el honor de la república contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”. La noticia llegó al Río de la Plata y provocó las reacciones previsibles: los festejos del rosismo en Buenos Aires y las iras de los unitarios en Montevideo.
Una observación importa: el testamento fue escrito en enero de 1843, es decir casi dos años antes de las jornadas militares de la Vuelta de Obligado. Para la arenga de una demagoga interesada en excitar a la audiencia, el detalle no importa, pero para un historiador sí importa. A un rosista inteligente y talentoso como Julio Irazusta, por ejemplo, le importa.
Desconocer que San Martín y Rosas mantuvieron una buena relación política sería necio y torpe. También lo sería impugnar a San Martín por eso o considerar que lo suyo fue una defección o una agachada. El General entendió a miles de kilómetros de distancia que el bloqueo francés contra la Confederación era inadmisible. Lo entendió como militar, pero en primer lugar como político. Muchos años después, algunos de los criollos artífices de ese bloqueo admitirían su error.
San Martín no sólo protesta por el bloqueo sino que se ofrece a regresar a Buenos Aires para colaborar en la defensa. El 5 de agosto de 1838 le escribe al Restaurador: “Si usted me cree de alguna utilidad, sepa que espero sus órdenes. Tres días después de haberlas recibido me pondré en marcha para servir a mi patria honradamente. Concluida la guerra me retiraré a un rincón. De lo contrario, regresaré a Europa”.
Rosas acepta el gesto de San Martín, pero no dice una palabra respecto de su oferta concreta de venir a Buenos Aires. Rosas será un déspota, pero no mastica vidrio. Para 1838 San Martín no es todavía el padre de la patria, pero es un hombre respetado como militar y prestigiado por sus campañas libertadoras. Este apoyo me viene bien -piensa Juan Manuel- pero mejor que se quede en París, no vaya a ser cosa que me termine haciendo sombra.
Lo que está fuera de discusión es que San Martín se opone al bloqueo francés y a los políticos criollos que lo legitiman. El 10 de julio de 1839 le escribe a Rosas: “Lo que no puedo concebir es que haya americanos que por un indigno espíritu de partido se unan al extranjero para humillar a su patria y reducirla a una condición peor a la que sufrimos en tiempos de la dominación española”. Para después agregar: “Una tal felonía ni el sepulcro puede hacerla desaparecer”.
El Libertador no es un incondicional de Rosas y así lo demuestra en la carta que en septiembre de 1839 le escribe a Goyo Gómez criticando el asesinato de Maza, (“No puedo aprobar cuando veo una persecución contra los hombres más honrados de este país”), pero en temas en los que está en juego la soberanía territorial parece no tener vacilaciones.
En 1845, con motivo del bloqueo anglo-francés, movilizará relaciones e influencias en Europa para defender la causa nacional. Sobre los enfrentamientos en la Vuelta de Obligado se pueden tener opiniones diversas, pero más allá de las divergencias está claro que Rosas le ganó la pulseada a los ingleses y a los franceses, mérito que fue reconocido incluso por algunos de sus opositores más lúcidos, como fue el caso de Alberdi, por ejemplo.
Muchos años después, Alberdi no será tan complaciente con el General. Considerará entonces que las espadas de las guerras de la independencia fueron útiles para defender la soberanía, pero que estaban incapacitadas para entender los dilemas de la libertad política. San Martín -concluirá Alberdi- fue coherente en apoyar a un déspota defensor de la soberanía pero enemigo de la libertad.
En un plano más personal, Alberdi sugerirá que San Martín estaba agradecido con Juan Manuel porque éste en 1840 había designado a su yerno con un cargo diplomático. Cuando pasa estas facturas, Alberdi está furioso con Balcarce, a quien reprocha haber sido un diplomático del dictador, antecedente que no le impidió ser después favorecido por Bartolomé Mitre, quien no sólo destituyó a Alberdi de su cargo designado en su momento por Urquiza, sino que le desconoció los sueldos adeudados.
Dejemos de lado estos culebrones patricios y volvamos al sable del general. San Martín muere el 17 de agosto de 1850, y dos semanas después Balcarce informa a Rosas de la cláusula tres del testamento. Juan Manuel recibe chocho de la vida el sable y después de Caseros se lo lleva a Inglaterra. En 1862 redacta su testamento y en la cláusula dieciocho establece que a su muerte le entreguen el sable a su amigo Juan Nepumoceno Terrero y, en caso de fallecimiento, a su esposa, Juanita Rábago.
Se sabe que el hombre propone y Dios dispone. Rosas habrá de sobrevivir a los Terrero, por lo que, cuando muera en 1877, el sable quedará en manos de su hijo, Máximo Terrero, casualmente casado con la dulce Manuelita. El último capítulo de esta historia concluye en 1897, cuando Adolfo Carranza, presidente del Museo Histórico Nacional, solicita el sable a Manuelita, petición que ésta acepta. El sable sale de Inglaterra el 5 de febrero y llega el 28. Y colorín colorado, este cuento ha terminado.
Por Rogelio Alaniz ralaniz@ellitoral.com