Ser reconocido por los "mayores" y en particular por los mayores que se admira o se respeta, suele ser la aspiración de todo jovencito que pretende ingresar al mundo, a la vida. No hablo en nombre de todos. Hablo de mi caso. Durante años -los de mi adolescencia y juventud- me jacté de que los mayores me aceptaran a su lado, que me permitieran estar en la mesa del café que ocupaban y participar en las conversaciones de ellos. Estoy hablando de hombres quince o veinte años más grandes que yo; hombres que cuando yo aún no había cumplido veinte años ellos ya andaban arañando los cuarenta. ¿Por qué esa afición? Tal vez un psicoanalista tenga alguna respuesta tentativa. Por lo pronto, mi respuesta callejera es que de esos hombres mayores recibía experiencia, "cancha". Y por lo tanto su decisión de aceptarme era un reconocimiento a mis aspiraciones por llegar a ser hombre, por adquirir experiencia, calle, vida. "El sueño de los héroes", titularía Adolfo Bioy Casares. ¿Prejuicios? Seguro. Pero a mis años ese es un lujo que puedo permitirme. Narro lo que viví y cómo lo viví. No pretendo dar lecciones de moral y mucho menos atribuirme dotes de sabiduría. Hablo de lo que fue mi oficio de vivir en una edad complicada y con referencia a un chico algo "complicadito" como era yo entonces.
No voy a dar los apellidos de mis maestros juveniles. De algunos de ellos me limitaré a mencionar sus nombres. Luego, cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia. A Juan lo recuerdo en el bar Torino, el de bulevar y San Lorenzo. Siempre de madrugada. Vivía en una casa de estudiantes, en una de esas cortadas que abundan "detrás" de la Sociedad Rural. Estudiaba de noche y a la madrugada desayunaba en el bar. Allí nos encontramos muchas veces. Juan tenía entonces treinta y cinco años, uno más o uno menos. Rosarino. Le gustaban los burros, el naipe y la política. Alguna vez me dijo que conoció la felicidad del amor, pero su soledad ahora era absoluta. Como su desencanto. Buen lector. Él me presentó "La condición humana ", de Malraux; "Palabras", de Prevert y "El barón rampante", de Calvino. Simpatizaba con Arturo Frondizi. Consideraba que era un estadista florentino. A un izquierdista irredento como era yo entonces, Juan le enseñó a ver la política desde otra perspectiva. Jugaba al póker en el Club Universitario y en una timba de estudiantes que funcionaba por calle Castellanos. Pero su pasión eran los burros. Y su lenguaje era burrero. Nunca me dijo Rogelio o Turco. Me decía "Potrillo". Y en su jerga era un reconocimiento, un honor y una demostración de afecto.
A Chochó no recuerdo exactamente dónde lo conocí. Creo que fue en un asado de otro estudiante crónico y timbero que vivía en calle Güemes y que reunía todas las condiciones, psíquicas y físicas, para ser un personaje de Dostoievski. Viernes o sábado a la noche. Chocho llega con su traje, su corbatín y su sombrero. Debe de haber andado entonces por los cuarenta y cinco años, pero podría haber cantado sesenta sin que nadie lo contradijera. Robusto, lentes de marcos negros, voz enronquecida, lenguaje donde se mezclaban las palabras cultas con el lunfardo. Y peronista a carta cabal. Más que peronista, nacionalista, si esa distinción es posible. Por supuesto discutimos. Y fiero. Tenía un revólver y en algún momento lo apoyó en la mesa. Pero después, vaya uno a saber por qué inescrutables razones del Altísimo, me aceptó como amigo. La reconciliación se produjo en "Bacán", el boliche del Turco Neme levantado en la esquina de Juan de Garay y 25 de Mayo. No me acuerdo quién era el cantor, pero sí recuerdo cuando él solicitó "A mi manera". También recuerdo que compartía la barra un tipo muy bien vestido al que le decían Petitero, del cual alguna vez contaré algunas historias. Chochó me acusaba de zurdito y liberal. Y tenía razón. Y yo con mis 19 años me defendía como podía. Una noche (hablo de 1981) me invitó a una conferencia organizada por sus compañeros. El conferenciante era José María Rosa, y el lugar, el último piso del Hostal de calle San Martín. En tiempos de dictadura, asistir a una conferencia política, no importa el autor, era toda una hazaña. Balbucee algunas diferencias con el Pepe y Chochó se rió, con esa risa ruidosa y burlona, y me dijo que hiciera lo que se me diera la gana, pero que si decidía ir me portara bien. Fui y me porté como un señorito. Lo escuché al Pepe hablar contra el colonialismo inglés, la Unión Democrática y ponderar el 17 de octubre. No me gustaba nada lo que decía, pero oír hablar de política en 1981 era más importante que lo que dijera. Concluyó la conferencia y salimos todos. Yo bajé en un ascensor y mi única compañía fue un señor llamado Carlos Menem. Yo sabía quién era, pero una confesión quiero que me sea permitida. Sabía quién era ese señor; me resultaban desagradables su poncho, sus patillas, sus zapatos blancos, pero debo admitir que en los diez o quince segundos que demoró el ascensor en descender hasta la planta baja descubrí un tipo agradable. Sobrio, discreto. ¿En tan poco tiempo? A veces, quince segundos alcanzan y sobran. Después hubo unas cervezas en un bar de la Costanera y habló Menem y habló Cuello. A la madrugada, Chochó y yo la recibimos en el bar que está, y sigue estando, frente a la terminal de ómnibus. "Sos buen pibe", me dijo. "Pero para la causa nacional sos un caso perdido". Compartía la mesa un mozo del cabaret y una puta amiga, quienes seguramente no entendieron bien qué quería decirme Chochó… hombre de la noche, nacionalista, calavera, guapo y algunas otras cosas más.
Chochó era amigo de Agucho y de Miguel. A ellos, los conocí en un boliche que entonces funcionaba en el viejo Mercado Central, antes de que llegara la desolada y estólida Plaza del Soldado. Agucho, Miguel y Chochó. Los tres se jactaban de haber nacido el mismo año: 1928. Su amistad no excluía diferencias políticas. Chochó, peronista y de derecha, como le dijera alguna vez; Miguel, socialista; Agucho, conservador, orgulloso de su linaje y prosapia. Por esas vueltas de la vida, Agucho se vino a vivir a la casa de estudiantes que entonces funcionaba, gracias a mi patrocinio, en calle Mendoza, arriba de La Modelo. Nada diré de su alcoholismo, pero sí mencionaré al pasar su singular condición de buen tipo. Solidario. A su manera un personaje. Equivocado en algunas cuestiones decisivas de la vida. Anacrónico. Pero leal. Una lealtad salpicada por el desencanto y la certeza del absurdo de la vida. Por vaya uno a saber qué motivos, Agucho era amigo de Benjamín. Abogado, traje de abogado, lenguaje de abogado y formal como abogado. Creo que hasta caminaba como abogado. Al mismo tiempo, y sin perder la formalidad y el tono, se decía marxista, pero le repugnaban la URSS, el stalinismo y Mao. "Marxista, pero no leninista", agregaba, como si estuviera recitando un artículo del Código Civil. Sus preferencias eran Trotsky y su versión local en la Argentina: Silvio Frondizi. Benjamín hablaba como dictando cátedra y hacía chistes que solo él festejaba. Se definía como un "trotskista solitario". Sin partido y sin confesión. Decía que no pretendía convencer a nadie, que las prédicas y las monsergas las dejaba para los sacerdotes y sus sustitutos laicos, los militantes. Recordaba con frecuencia sus años de adolescente y en particular el momento en que lo expulsaron del Colegio por negarse a ponerse de pie para rendir homenaje a Evita. Conversábamos largo y tendido en un bar de Suipacha y Rivadavia y en el San Jerónimo de bulevar. Decía no predicar, pero gracias a sus consejos leí la formidable biografía de Trotsky escrita por Isaac Deutscher y la "Historia de la revolución rusa". "No la leas como un libro de historia", me dijo, siempre fumando Particulares y siempre con el vaso de whisky, "léela como si estuvieras leyendo una versión de 'La guerra y la paz', de Tolstoi". Repito: entonces yo andaba por los veinte años. Y les aseguro que a pesar de todo, entonces la vida te ofrecía sorpresas todos los días.