Hay una calidad enigmática en el pensamiento de Karl Barth, algo que recuerda a la orilla rocosa de un mar interminable. En su vasta obra, particularmente en La Dogmática Eclesiástica, Barth nos invita a contemplar no un paisaje amable ni un sendero delineado, sino el abismo insondable de la gracia divina. Su teología es un recordatorio urgente de que Dios no es un concepto que podemos domesticar, ni una idea que podamos manejar con ligereza. Es como si Barth nos tomara de los hombros, nos girara hacia el horizonte infinito, y nos dijera: “¡Mira! No hay otra realidad más allá de esta: el Dios que viene hacia nosotros, absolutamente otro, absolutamente cercano”.
Barth tenía una desconfianza casi visceral hacia cualquier intento de reducir a Dios al ámbito de la comprensión humana. ¿No es este el impulso primigenio de toda religión organizada? Domesticar lo sagrado, hacerlo útil, convertir a Dios en una fórmula que podamos aplicar. Pero Barth se alza como un profeta en el desierto, declarando que la verdadera revelación no puede ser manejada por las manos temblorosas de la humanidad. La revelación de Dios, insiste Barth, es siempre iniciativa divina, siempre sorpresiva, siempre libre. La gracia no es una respuesta a nuestras preguntas, sino una interrupción total, una irrupción que desbarata nuestras categorías, un rayo que parte en dos nuestro cielo.
Barth lee las Escrituras como un hombre que escucha, que espera, que sabe que no controla lo que se le va a decir. En un mundo donde la religión a menudo se convierte en un espejo que refleja nuestras propias preocupaciones, Barth clama que el Dios que encontramos en la Biblia es un Dios que nos contradice, que nos confronta. Él no está interesado en confirmar nuestras esperanzas ni en consolar nuestras ilusiones. Su Dios no es un eco, sino un trovador extraño que canta en una lengua extranjera, y sin embargo, de alguna manera, esa canción nos nombra, nos reclama, nos salva.
En Barth, esta alteridad radical de Dios no es una barrera sino un puente. Dios no se revela como un concepto abstracto ni como una idea filosófica, sino como un ser personal, y más que eso, como una persona concreta: Jesucristo. Todo el sistema teológico de Barth se inclina ante esta figura singular. En Jesús, el abismo entre Dios y el hombre se cierra, pero no por el esfuerzo humano, sino por el movimiento libre y soberano de Dios hacia nosotros. “Dios por nosotros” es la esencia misma del Evangelio según Barth, un Evangelio que no deja lugar para el orgullo ni para el mérito, sino solo para el asombro.
El abismo insondable de la gracia divina.
Sin embargo, hay algo profundamente humano en Barth, algo que a menudo se pasa por alto en los análisis académicos. En su obra, late una especie de dolor, un sentido de lo perdido y lo recuperado. Barth escribe con la intensidad de alguien que ha vislumbrado un destello en la oscuridad, alguien que sabe lo que es estar separado de la luz. Esto es lo que lo hace tan moderno, tan cercano a nuestras inquietudes. Aunque Barth insiste en la trascendencia de Dios, su teología es profundamente encarnada, tan llena de Cristo que cada palabra parece arder con la promesa de redención.
Es imposible leer a Barth sin sentirse un poco pequeño, pero no en un sentido humillante, sino más bien como quien contempla un cielo estrellado y siente que su lugar en el universo es tanto minúsculo como inmensamente significativo. Barth nos recuerda que nuestras vidas, en todo su desorden y pequeñez, están envueltas en una gracia que no podemos entender del todo, pero que podemos experimentar. En este sentido, Barth no es simplemente un teólogo; es un poeta de lo sagrado, un guía hacia las profundidades donde habita el misterio.
¿Qué podemos aprender de Karl Barth hoy, en un mundo que se ha vuelto tan cómodo con un Dios hecho a nuestra imagen y semejanza? Quizás esto: que la verdadera teología no es un acto de conquista, sino de rendición; no un ejercicio de control, sino un gesto de asombro. En Barth, encontramos una invitación a arrodillarnos, no ante un ídolo, sino ante el Dios viviente, el Dios que, en su extrañeza, nos llama amigos.
Al final, Barth no nos deja con respuestas, sino con preguntas que arden en el corazón. Y quizás eso sea lo que más necesitamos: preguntas que no intentan encerrar a Dios, sino que nos abren a su misterio. Porque, como bien sabía Barth, la verdadera teología siempre comienza y termina en el asombro. Y este asombro, esta capacidad de ser sorprendidos por la gracia, es quizás lo único que puede salvarnos del cansancio de un mundo que ha olvidado cómo mirar al cielo.