Por Graciela Ribles
Por Graciela Ribles
Cecilia sale del baño, va al dormitorio, del segundo cajón de la cómoda saca un conjunto de ropa interior. Del placar descuelga ese vestido de líneas rectas que compró en el shopping días atrás; sentada en la cama asegura el broche de las sandalias.
Toma el sobre de cuero pero antes rocía su piel con un perfume importado. En el comedor, sobre la mesa, varias velas encendidas. Cecilia va a la cocina y abre todas las perillas, las hornallas susurran. Camina hacia la puerta, sale y cierra con llave.
Se sube al auto estacionado en la esquina, la explosión hace vibrar el vehículo.
Por la autopista conduce hasta el hospital. Al llegar el panorama es diferente, la guardia está vacía, como si los enfermos hubieran sido beneficiados con algún milagro.
En el garaje, las ambulancias descansan en una jornada que destila silencio.
Las puertas se abren, Cecilia recorre los solitarios pasillos, no hay enfermeras, ni pacientes internados, es un mutismo que descascara el alma.
Llega al consultorio, se pone el guardapolvo, en el bolsillo con letra azules bordado un nombre: Dra. Cecilia Calderón. Levanta la planilla que está sobre el escritorio y comienza a llamar:
Es inútil, nadie responde, apoya la cabeza sobre la camilla, las manos como almohada, sus ojos se detienen en el anillo circular, lo mira como un simple objeto de un fenómeno temporal.
Afuera se escuchan gritos, los vidrios estallan, son el presagio de un itinerario salvaje. En alguna parte del mundo alguien oprimió el botón rojo.