Cuando lo agarraron por última vez, quien luego sería Víctor, tendría 12 ó 13 años. Solía caminar apoyando manos y pies en el suelo, y estaba sucio, desgreñado y con mal olor. No hablaba, pero sí miraba. Parecía sordo. Delgado, menudo, solo medía 1,30 de estatura. La historia es real, conocida y repetida, y vale la pena recordarla para pensar en los de arriba y en los de abajo.
No se quería quedar, intentaba escaparse. Al principio no se dejaba tocar. Les costó bastante que aceptara ciertas ropas mínimas para tapar su puberal desnudez. Tenía la cara marcada por varias cicatrices pequeñas, y una cicatriz más grande le atravesaba el cuello y por esto pensaron que alguna vez, quizá al abandonarlo, intentaron matarlo.
Que se sepa, ya lo habían agarrado antes, al menos dos veces. En una de ellas, unos leñadores lo expusieron en la plaza del pueblo pero pronto todos se aburrieron de ese niño sucio, maloliente y mudo, y lo olvidaron, y él se escapó.
Una fría mañana, el 8 de enero del año 1800, lo cazaron otra vez y esta vez ya no se escaparía. En una zona boscosa de Aveyron, al sur de Francia, y por esto le llamaron el niño salvaje de Aveyron. Ciertos sabios quisieron estudiarlo de cerca y hacerle un diagnóstico, pero él los mordía cada vez que podía. Después de seis meses de observarlo estos sabios, y tras muchas discusiones tanto en el seno de la ciencia de aquella época como en las calles y tabernas, Lucien Bonaparte, hermano de Napoleón y por entonces ministro de Interior, ordenó trasladarlo a París.
La diligencia salió de Aveyron el 20 de julio, y tardaría 18 días en llegar a París. Allí lo observaron otros sabios, éstos más reconocidos, y después de mucho meditar llegaron a la conclusión de que aquel niño salvaje era irrecuperable, puesto que era un idiota congénito, sordo y en consecuencia mudo. Y de que no había más recurso para él que encerrarlo para siempre en una institución, donde sucio compartiría el montón con otros similares, sin suficiente inteligencia.
El diagnóstico de idiota congénito no era despectivo. Los médicos consideraban que había cuatro tipos de enfermedades mentales: la manía, la melancolía, la demencia y la idiocia. Esta última implicaba un retraso mental profundo y la incapacidad para comunicarse y entender nada. La imbecilidad era un grado menos profundo. Así, quien padecía de idiocia era un idiota, y quien padecía de imbecilismo o imbecilidad era un imbécil. En 1866, el médico inglés John Down publicó un artículo donde describía las idiocias étnicas, y entre ellas la que consideró como la variedad mongólica, lo que hoy llamamos Síndrome de Down.
Pese al diagnóstico al parecer incuestionable de los sabios, un médico joven e inexperto, Jean Itard, presentó un plan alternativo, mediante el cual se proponía darle al niño salvaje una cierta educación. Lo primero que hizo fue darle un nombre, Víctor. Es decir, comenzó por tratarlo con dignidad de persona.
Durante varios años se dedicó a Víctor y consiguió ciertos avances. Demostró que Víctor tenía sentimientos y que sabía agradecerlos, que no era sordo, que tenía capacidad de imitación y que podía expresar qué quería hacer. Consiguió que fuera capaz de acompañarlo a dar un paseo por la calle. No obstante, los sabios no cambiaron de opinión e insistían en recomendar un manicomio.
Víctor murió de neumonía en 1828. Y el doctor Itard dedicó toda su vida a la educación de las personas sordomudas, a los ciegos, a los discapacitados. Fue un pionero de lo que hoy llamamos educación especial.
Este no es el único caso de niño salvaje, pero es quizá el más conocido y mejor estudiado. No obstante, nunca se supo cómo fue a parar al bosque donde lo encontraron, ni cuánto tiempo llevaba allí. Abandonar en el bosque a los bebés y niños enfermos o no deseados ya era entonces una antigua costumbre. Y esta costumbre la explican mil cuentos para niños, cuentos universales, inmortales, para que nadie deje a los niños olvidados, abandonados a su suerte, a merced de perros y lobos diversos.
Más de un siglo después, la ciencia plantearía el diagnóstico de una forma profunda de autismo como hipótesis para entender a Víctor, pero esto no convence a todos. Se decía también que su mínima estatura pudo deberse a la paupérrima dieta que consumía.
La historia de Víctor dio mucho que hablar, y prueba de ello es que está inmortalizada en la literatura y en el cine, y en la voz popular. Nos deja una lección, que no es nueva, que hay que aprender, porque todavía subsiste visceral el desprecio hacia quien no es como se espera que sea. Pero lo primero es preguntar por qué. Y luego preguntar qué podemos hacer.
Oscurecía el viernes, y yo estaba sentado en uno de los bancos de la plaza del molino cuando de pronto sentí un grito a mi izquierda, de alguien a quien le robaban la bicicleta. En ese momento pasó frente a mí quien parecía ser el ladrón, pedaleando a toda velocidad, un chico que tendría 12 o 13 años.
Un segundo después, un individuo masculino, bien vestido, de unos veinte años y que estaba sentado en el banco vecino al mío, hacia la derecha, con quien parecía ser la novia, rápido se puso de pie justo cuando por delante de él pasaba veloz el supuesto ladrón de bicicletas.
Le bastó darle un mínimo pero certero empujón lateral para que cayera al suelo, y ya en el suelo, aprovechando que estaba caído en la vereda de cemento, el dicho individuo comenzó a darle patadas al supuesto ladrón. Al mismo tiempo lo insultaba haciendo referencias a su madre. Y no atendía al pedido de dejarlo tranquilo que, desde una distancia prudente, le imploraba la novia.
Entonces llegó la dueña de la bicicleta robada y luego recuperada, que rápido agarró lo suyo y se fue. El ladrón de bicicleta consiguió ponerse en pie, pese a que el dicho individuo bien vestido continuaba con los insultos y las patadas. Y salió corriendo. El bien vestido individuo le gritó aún más, a la distancia, más amenazas y más referencias a la madre. Yo me quedé pensando. Pero mis pensamientos fueron enseguida interrumpidos por la lluvia de comentarios, opiniones adversas y más insultos relativos a la madre del ladrón.
Y se hizo reunión, se juntó multitud, porque mientras unos querían escuchar la versión que relataban los otros, estos otros necesitaban un público para contar más coloridos los hechos protagonizados con toda libertad. Varios aportaban soluciones imaginativas diciendo lo que harían si fueran quién sabe qué, y al final hablaban todos a un mismo tiempo puesto que al parecer el objetivo en estos casos ya no es escuchar para luego saber, y luego ayudar, sino pasar directamente a la acción.