Los objetos emiten señales que a menudo van más allá de su apariencia física (que, por cierto, también dice cosas). La decodificación de los mensajes depende del interés, la atención y la preparación del receptor. Pero lo que aquí importa saber es que los objetos no son pasivos; que, aunque parezcan inertes, se encuentran vivos. Puede que estén arrumbados en depósitos de museos o en desvanes de trastos viejos, en carpetas de dibujos, álbumes de fotografías, en atlas antiguos, en archivos físicos o digitales. Pueden ser tridimensionales o planos, no importa, porque cada cual se expresa a su manera. Esta serie, aglutinada bajo el epígrafe de "Microhistorias", se propone sintonizar, al menos en parte, lo que tienen para decir. Algunos son explícitos, otros, crípticos, pero todos tienen cosas que comunicar. Nuestro intento será hacerles decir algo interesante sobre sus historias, a fin de perfilarlas en contextos mayores.
Minura Achim e Irina Podgorny, estudiosas de la institución museo y su evolución en el tiempo, han escrito que "los objetos son itinerantes y mutantes por naturaleza. Mudan su carácter, su valor y pasan de unas manos a otras". Y es verdad, cambian porque se transforman las sociedades, sus usos y costumbres, sus saberes y valoraciones, y, por consiguiente, las interacciones entre objetos y sujetos. Se modifican las miradas a medida que los estudios y la experiencia permiten observarlos de otras maneras, advertir nuevas aristas. La evolución de los conocimientos y la contribución de nuevas tecnologías ofrecen ángulos de análisis antes bloqueados por la ignorancia, muchas veces académica, hasta que un hecho nuevo descorre el velo y deja ver cosas antes desapercibidas. Pero su valor también cambia con cada traspaso, con cada hito de su itinerancia, porque no hay dos poseedores o administradores iguales, ni en el terreno de lo público, ni en el ámbito privado.
Por mi parte, los objetos han sido vías de introducción en los caminos de la historia y el arte. En mi juventud, influido por coleccionistas de mayor edad, comencé a atesorar piezas menores, hasta que pude liberarme de las maneas obsesivas del afán posesorio y volver a respirar aires de normalidad y disfrutar de los inúmeros objetos atesorados en museos públicos y colecciones privadas que cada tanto suelen exponerse en espacios públicos, como, por ejemplo, la maravillosa colección de piezas reunidas en los albores del siglo XX por Archer Huntington en la Sociedad Hispánica de América, con sede en Nueva York.
En 2017 pude apreciar en el Museo del Prado, en Madrid, una selección especial de sus principales objetos (procedentes de España, Portugal, Iberoamérica y Filipinas) para una muestra itinerante de carácter mundial. Es sólo un ejemplo, pueden agregarse miles, que son tan gratuitos como la visita a la Sociedad hispánica. Por ejemplo, las iglesias que jalonan con sus patrimonios de arte religioso el camino del barroco andino que recorre el valle ubicado al sur de Cusco y conduce a Puno y el Titicaca, sendero, a su vez, flanqueado por excepcionales muestras de la cultura lítica de los incas. La lista es tan inabarcable como el potencial didáctico de los objetos.
Podría agregarse el venero cultural de las calles urbanas, con su carga arquitectónica, la diversidad de estilos y ornamentos, antiguos y modernos, incluidos sus graffitis. O espacios cerrados y pagos, como los de algunos museos y muestras inmersivas, como la montada en estos días en Buenos Aires sobre los dos últimos años en la vida de Vincent Van Gogh (1888 – 1890) y su obra pictórica. Aquí, como en tantos museos importantes que intentan reinventarse mediante la aplicación de nuevas concepciones museográficas y el uso de modernas tecnologías de luz y sonido, se invita a los visitantes a ingresar al interior de las obras mediante la técnica de "imagen total", un sistema de múltiples proyectores láser que encienden en paredes, pisos y enormes lienzos las agigantadas imágenes de sus cuadros más significativos. Todo ello acompañado por la música de Bach y Mozart, entre otros grandes compositores.
En fin, suerte tenemos quienes hoy contamos con tantos recursos para acceder al patrimonio del mundo y sus más diversos objetos, observarlos con detalle, vivirlos desde sus entrañas, indagar más allá de las apariencias, de maneras inimaginables para las generaciones que nos precedieron.
Para terminar esta presentación, me detendré en una preciosa pieza cartográfica, un pergamino de 0,85 cm por 2, 62 m (desarrollado en cuatro hojas), regalado al emperador Carlos I de España por su boda con Isabel de Portugal, hermana de Juan III de Avís, rey de los lusitanos, y nieta, al igual que su marido de los Reyes Católicos. Su autor: Giovanni Vespucci, Piloto Mayor de España, al igual que su tío y antecesor, Amerigo Vespucci, primero en advertir que las tierras halladas por Colón no pertenecían al Asia, sino que constituían un "Mundus Novus". Por ese motivo, en su planisferio de 1507, Martín Waldseemüller les dará a estas tierras el nombre de América como homenaje a Vespucci o Vespucio.
La carta geográfica entregada por Giovanni a Carlos e Isabel, estaba basado en el Padrón Real, documento secreto en el que los sucesivos expedicionarios marítimos asentaban sus descubrimientos. Giovanni lo realizó en 1526, poco antes de que lo alejaran de la esfera real y de la sevillana Casa de Contratación, con cargos de espionaje (se decía que le pasaba información a la familia Médici, dominante en la Florencia a la que los Vespucci pertenecían).
Fuera cual fuese la realidad, lo cierto es que se trata de una reveladora joya cartográfica, en la que se observan las carabelas de España y Portugal con sus respectivas banderas en sus mares correspondientes, según la línea divisoria del Tratado de Tordesillas, firmado en esa ciudad castellana por los representantes de los Reyes Católicos y de Juan III, quienes se atribuían parcelas del mundo marítimo con acuerdo del papado.
Por eso las naves lusitanas lucen sus estandartes en el Atlántico sur, próximos a la costa africana, y en el océano Índico, en tanto que las hispanas navegan por el Atlántico norte en cercanías del Caribe; y también, en el Pacífico. En la parte superior del planisferio, un águila bicéfala, representativa de los dos reinos, contiene entre sus alas las heráldicas de ambas coronas, dueñas de los mares. Las embarcaciones españolas en el Pacífico, reflejan la previa circunnavegación del globo terrestre por Magallanes y Elcano (1520) y la conquista de la ciudad lagunar de Tenochtitlán (México), por Hernán Cortés (1521). Entre tanto, en la parte austral de África se observa la presencia de elefantes, y, en la zona de transición entre África y Asia, la herida sangrante del mar Rojo como impactante recurso gráfico en esta clase visual de geopolítica próxima a cumplir cinco siglos.