Conocí a Eugenio Zaffaroni en la Constituyente de 1993, en su condición de diputado por el Frepaso y exponente de lo que entonces se conocía como el pensamiento progresista. Vivimos en una sociedad de rumores que a veces son noticias, a veces chismes y en algunas ocasiones verdades. En nombre de esos rumores, estuve convencido de que el progresismo de Zaffaroni era una verdad absoluta; y en nombre de esa fe, alguna vez consideré que era un acierto que un jurista de esos quilates integrara la Corte Suprema de Justicia, después de haber soportado la afrenta menemista con sus cortesanos pusilánimes, serviles, cuando no atorrantes. En una ocasión con un amigo, con el que no compartíamos las ideas políticas, sostuve una áspera discusión porque él impugnaba a Zaffaroni y consideraba que designarlo juez de la Corte era un acto de irresponsabilidad política. No me peleo con amigos por motivos políticos (aunque sé de amigos que se pelearon conmigo por esas razones), pero esa noche estuvimos al borde de la pelea; así como oyeron, al borde de la pelea con un amigo por defender a Zaffaroni. No me perdono haberme dejado embaucar por un impostor, entre otras cosas porque mi amigo ya no está en este valle de lágrimas y no puedo pedirle disculpas.
Entusiasmado en mi gesta zafaroniana, de la cual el único consuelo que me queda es que no estaba solo, tampoco entendí por qué Rodolfo Terragno se oponía a su designación de juez. Mi ceguera era tan grande que no lo entendí al principio, pero debo admitir que finalmente gracias a Terragno empecé a salir de esa borrachera ideológica. La pucha, me dije, si Terragno, uno de los legisladores más respetables y brillantes del Congreso, se opone a Zaffaroni, alguna razón debe tener. Y a decir verdad, Terragno no disponía de una razón, sino de varias. La más importante, su complicidad abierta y manifiesta con las dos últimas dictaduras militares: la Revolución Argentina y el Proceso. Pavada de errores. A quien yo suponía como el apóstol del progresismo, se le sumaban más de 150 habeas corpus rechazados en tiempos de Videla, Viola y Galtieri. Una entrañable amiga que conocí en tiempos de la Asamblea Permanente de los Derechos de Humanos, una gran mujer, me dijo, recuerdo que me dijo, que en tiempos de dictadura ciertos pedidos de libertad no había que presentarlos cuando Zaffaroni era el que decidía porque los rechazaba sin mirarlos. Allí se me abrieron los ojos, allí conocí el verdadero rostro de Zaffaroni y aprendí cómo uno, que a veces se jacta de silbar todas las melodías de memoria, puede equivocarse y equivocarse fiero. Como remate a este proceso de desenmascararamiento a un farsante, me informan que colaboró en la redacción de algo así como un manual militar en el que se legitimaban los procedimientos antisubversivos y como, al pasar, se discriminaba a los homosexuales, lo cual en este caso estaríamos ante un desvergonzado acto de hipocresía, porque la condición de homosexual de Zaffaroni es pública y notoria. Zaffaroni en este punto me recuerda a Edgar Hoover, el siniestro agente de inteligencia de Estados Unidos, quien durante décadas decidió sobre la vida, la libertad y la honra de los norteamericanos y, al mismo tiempo, se consideraba un cruzado contra la homosexualidad a la que calificaba como una aberración moral, escándalo imperdonable, hasta que nos enteramos que Hoover era homosexual, y mientras ordenaba redadas contra ellos, él sostenía una sórdida relación con su lugarteniente Clyde Tolson. Cualquier duda al respecto, pueden ver la película "Hoover" -dirigida por Clint Eastwood- y de paso consultar la maravilla de Manual Penal, escrito por Zaffaroni, donde recomienda expresamente que no se aliente el ingreso de homosexuales a las fuerzas de seguridad. Zafaronismo en estado químicamente puro.
En estos días el Papa recibió a Eugenio y no vaciló en calificarlo de gran juez, y para que no quedaran dudas de su humanismo cristiano, agregó: "Gran tipo", ponderación que ni Zaffaroni se la cree, pero ya se sabe que en estos temas, Su Santidad no se equivoca nunca. Sus declaraciones de afecto a Eugenio, no son muy diferentes a las que manifestó para con Hebe de Bonafini y Milagro Sala. Hombre generoso y compasivo, amigo de los amigos, sobre todo cuando se trata de gente bondadosa, tierna y dulce. No solo abrazos y palabras edulcoradas se brindaron monseñor y el juez; también abundaron consideraciones políticas que comparten con fogoso ardor juvenil. Zaffaroni y Bergoglio están convencidos, persuadidos, que uno de los males que azotan a la humanidad es la libertad de prensa y la justicia independiente. A ese maridaje vicioso lo califican con el sofisticado término de lawfare. En Cuba, Venezuela y Nicaragua piensan más o menos lo mismo. Todo aspirante a dictador comparte al pie de la letra estas preocupaciones que desvelan a Su Santidad y a Su Señoría.
A decir verdad, en esta vida ni Zaffaroni ni Bergoglio se privan de nada, y a la hora de incurrir en licencias verbales se dan todos los gustos. En la ocasión, Zaffaroni insistió en el indulto a Cristina y hasta se dio el lujo de teorizar acerca de la posibilidad efectiva de que se indulte a los procesados. Pregunto, desde mi condición de ciudadano: ¿El indulto alcanza a todas las causas de Cristina o a la condena en primera instancia por la denominada Causa Vialidad? No sé cuál será la respuesta al interrogante que me desvela, pero está claro que a estos caballeros no son las sutilezas jurídicas las que les hacen perder el sueño. Su objetivo es claro y nunca lo disimularon: quieren que Cristina quede libre de culpa y cargo hasta de la probable imputación de alguna gallina que se haya robado en algún gallinero de Tolosa, Río Gallegos o El Calafate. Si el día de mañana la justicia probara hasta en los detalles que Cristina fue la jefa de una banda, sus fogosos seguidores no vacilarían en salir a la calle al grito de "Viva la jefa ladrona". La pasión por ella es superior a cualquier otra consideración jurídica, política o moral. Tampoco les hace perder el sueño que todo indulto parte del principio de reconocer que el beneficiario de esa decisión efectivamente cometió el delito, no es inocente. Y una aclaración histórica es necesaria: los indultados políticos lo fueron por haber cometido "delitos políticos", como, por ejemplo, alzarse en armas contra la autoridad constituida o atentar contra la vida de un presidente o un ministro. En todos los casos estamos ante delitos que podrán ser graves o gravísimos pero se cometieron invocando una causa política: la revolución social, la caída de un gobierno ilegítimo, la promesa de un nuevo orden. Uno de los célebres indultados en nuestra historia fue Bartolomé Mitre, alzado en armas contra comicios considerados fraudulentos, y encarcelado después de las derrotas en La Verde y Santa Rosa. Pues bien, despejado el humo de los disparos y el olor a pólvora, el presidente Nicolás Avellaneda decidió indultarlo. Siempre estuve en desacuerdo con los indultos de Menem, pero debo admitir que los beneficiados en su impiedad, en sus aberraciones, invocaban una causa política. En el caso que nos ocupa, los delitos que le imputan a la Señora no tienen nada, pero nada que ver con la revolución, el socialismo nacional, la revolución latinoamericana, etcétera, etcétera, etcétera. Nada de eso. Son delitos destinados a enriquecerse: ella, sus amigos y su familia. "Platita, platita, platita", como dijo Cristina cuando le preguntaron qué necesitaba para dedicarse a la política. "Éxtasis", exclamó Néstor, mientras se abrazaba a una caja fuerte. Esa pasión por las cuentas corrientes, los bolsos, las cajas fuertes, ¿también deben incluirse entre las causales de un probable indulto?
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