En un conflicto tan sensible, que involucra la soberanía territorial y ante una situación tan compleja y de gran desconocimiento, como la de los pueblos originarios (su historia, perspectiva, cosmovisión e intenciones) es necesario despojarse de preceptos y juicios personales para separar la paja del trigo.
Básicamente, en la Patagonia existen tres partes en litigio: propietarios sin paraguas originario; el Estado Argentino y las comunidades que se identifican como mapuches. Los primeros son titulares de casas, estancias y terrenos que son reclamados por comunidades indígenas por estar sobre suelo sagrado o que pertenecía a sus ancestros. El Estado, por su parte, sufre la presión en tierras en posesión de Parques Nacionales o el Ministerio de Defensa (como el caso de la Escuela Militar de Montaña del Ejército Argentino). Finalmente, los mapuches, reclaman de diversas formas tierras que aseguran les pertenecen.
El problema no radica en el fondo de la cuestión, que simplemente podría ser dirimido en la Justicia. O ajustándose a la Ley, que contempla las soluciones cuando un reclamo originario choca con propiedad privada o tierras federales de explotación sensible para el resto de los argentinos (como parques nacionales, centros turísticos, lagos o zona de entrenamiento militar). El problema son las formas. Las vías de hecho por encima de los procesos ordinarios de reclamo. Una usurpación, la toma de una plaza pública, las amenazas, detonaciones y apedreos intimidantes son un delito en Argentina.
En el último punto es necesario abrir el juego una vez más. Hay comunidades que están sujetas a derecho y cumplen con los requisitos establecidos por la Ley 21.160 y presentaron todo lo necesario ante el INAI. En ese caso suceden al menos dos inconvenientes más: por un lado reclaman una extensión exorbitante de tierras – y en un sitio que es paradisíaco o de uso público - para un puñado de personas, cuya actividad allí no lo justifica. La Justicia no logra de momento ofrecer tierras alternativas que no generen controversia. Por otro lado, la aparición de grupos violentos. Estos últimos invalidan – al menos para la opinión popular - el reclamo de los primeros y no hacen más que agitar el fastidio en la comunidad general.
En el párrafo precedente mencionamos a los “pacíficos”, perjudicados también por los “violentos”. Los grandes responsables de que todo se haga interminable. Estos últimos, según coinciden todas las fuentes consultadas, no son mapuches y en muchos casos se trata de foráneos o prófugos de la justicia que encuentran cubierta en esta causa para desarrollarse y ser intocables en medio de tanta desidia. Sobre ellos recae la sospecha de una conspiración con rasgos terroristas que retrotraen permanentemente a lo ocurrido en nuestro país en 1970. En ese entonces grupos armados se adentraban en el bosque y la selva norteña para pergeñar un cambio de sistema político en Argentina. Ahora, denuncian los vecinos, aquellos terroristas o sus familiares (muchos desde dentro de distintos niveles del Estado) alimentan una nueva formación de grupos subversivos para un uso aún desconocido y se los instruye cerro adentro. Se justifica esta teoría en el uso de capuchas, enmascaramiento y armas en varias manifestaciones y en la expansión de territorio como sustentación de poder. Para estos no existe la bandera Argentina ni se sienten alcanzados por la soberanía de nuestro país (también es cierto que muchas veces sí son alcanzados por los beneficios económicos del sistema, aunque no se ajusten a las obligaciones pertinentes). Si de hipótesis se trata, tampoco hay que descartar la que fue poco mencionada pero que fue contundente en el relato de Maizón: presencia y aportes del narcotráfico colombiano.
La solución parece estar en la decisión política de terminar con la cuestión. Eso implicaría, primeramente, disipar a los grupos violentos que acechan, usurpan, roban y amenazan en la zona. Una vez que se quita del medio a los oportunistas, promover el consenso entre partes para proteger la propiedad privada y estatal, por un lado, y reconocer a las verdaderas comunidades originarias que habitan nuestro país con la debida reparación, buscando terrenos alternos (o asignando los reclamados, si corresponde) en proporciones lógicas a la realidad de cada una de ellas, sería el moño. Es que en todas las partes se planteó la necesidad de diálogo, pero en ninguna encontré la voluntad o motivación necesaria para concretarlo. La desazón, por un lado y la intencionalidad, por el otro quitan, esperanzas.