SABINA MELCHIORI
Miguel Silio, un escribano de 52 años que vive en Gualeguaychú, recorrerá en bicicleta 9.000 kilómetros. Saldrá desde la Plaza del Sol, en Madrid, el 21 de mayo, y estima llegar a la ciudad de Doha, en Qatar, días antes del inicio de la Copa del Mundo. El recorrido abarca un largo trecho por el desierto.
SABINA MELCHIORI
Miguel Silio nació y vive en Gualeguaychú. Es escribano recibido en la Universidad Nacional de La Plata, tiene dos hijos: Juan Miguel y Nicolás, y está casado con Martina Sack. Hace cicloturismo, “que no es más que viajar en bicicleta”, según simplifica, desde los 30 años. Por ese entonces, Miguel estaba un poco bajoneado y para sentirse mejor se le ocurrió viajar desde Gualeguaychú a Paraná por caminos rurales: “Así, sin mucha experiencia, cargué una mochila, inflé las ruedas y emprendí viaje por las cuchillas entrerrianas. A partir de ahí comenzaron los viajes, cada vez más lejos, cada vez más largos”. Tiempo después, cuando conoció a Martina, la invitó a compartir alguna travesía, ella se enganchó enseguida y de tal manera que cuando se casaron, en 2010, se fueron de luna de miel con las bicicletas a Italia: “Salimos de Roma y recorrimos la costa Amalfitana, Sicilia y Malta”, relata Miguel a El Litoral.
El cicloturismo es una excelente oportunidad para viajar con todos los sentidos. Se viaja lento, sin apuros, en silencio, disfrutando los caminos, los paisajes, los olores, los sonidos... Nos da la oportunidad de conectarnos con nosotros mismos, con el entorno y con la gente. Como toda actividad física que se hace a baja frecuencia, tiene muchos momentos en los que la cabeza se expande. Con la gente que se cruza en el camino uno tiene la oportunidad de tener un ida y vuelta que seguramente cualquier viajero tradicional se pierde de tener. Cuando se arriba a pequeñas ciudades o rincones pocos visitados es muy común que se te acerquen a preguntarte de dónde venís o a dónde vas, y atrás de la curiosidad siempre sale el costado solidario del interlocutor, te preguntan “¿qué necesitas?, ¿en qué te puedo ayudar?”.
Podría enumerar cientos de anécdotas simpáticas. En una oportunidad íbamos con Martina por una ruta de Bosnia, entre Doboj y Sarajevo. Al triste paisaje de las secuelas de la guerra de los Balcanes de la década del ‘90, casas con “varicela”, viejos tanques caídos en los barrancos, campos con minas enterradas que impide que puedas salir de la banquina, etc., se le sumaba una inundación que había sufrido la zona la semana anterior por el desborde de un río. Por allí íbamos una soleada mañana de junio buscando algún lugar donde desayunar. La noche anterior habíamos parado en una habitación de alquiler sobre la ruta ya que no se podía armar la carpa por las secuelas de la crecida y los campos minados, hasta que llegamos a un cruce de camino donde un puente antiquísimo cruzaba al otro lado del río. Serían las 9 de la mañana cuando en la terraza de una mezquita vimos un viejo café musulmán, nos sentamos en una descascarada mesa al lado de dos viejos que jugaban al Backgamon. Una señora mayor con típico atuendo trataba de interpretar lo que le pedíamos. “Dos cafés”, hasta ahí nos entendíamos, pero no había ninguna posibilidad que en español, inglés o francés nos comprendiese que además queríamos pan, tostadas, medialunas o lo que se le parezca. Muchas carcajadas con la señora, pero poco entendimiento, hasta que nos hizo seña con la mano de que esperemos. A los dos minutos volvió con un viejo teléfono startak con tapa y se lo pasó a Martina: en comunicación estaba su hijo, que vivía en Nueva York, quien ofició de intérprete para hacer el pedido. Bosnia es un país muy especial y sufrido con el que nos encariñamos y el que en algún momento quiero volver a visitar.
También me viene a la memoria un viaje por Cuba, con amigos. Después de dormir en carpa junto a unos pescadores en Playa Girón emprendimos camino por una especie de selva (lo de “camino” es casi una generosidad, era una huella con algunas piedras como para hacerlo firme, daba la impresión de no haber sido transitado por ningún vehículo en mucho tiempo). Al cabo de unas horas terminamos en un caserío con una playa entre rocas que daba al mar Caribe. Era un puñado de casas, el pueblo no tenía luz eléctrica, nuestro arribo parecía más o menos como la bajada de un plato volador. Se llenó de chicos que nos hicieron compañía. Por agua fresca nos acompañaron a una casa que tenía una heladera a kerosene. Así pasamos un rato divertido a la sombra de unas palmeras una calurosa siesta de mayo, en un lugar paradisiaco en el medio de la nada.
Las anécdotas divertidas son miles, las malas apenas un puñado.
En diálogo con El Litoral, Miguel contó probablemente la peor experiencia que tuvo viajando en bicicleta. Fue en el año 2011, cuando a la salida de Londres, camino a Berlín, en un descuido a él y a Martina les robaron las dos bicis con todo el equipaje (alforjas, ropa, computadora, cámara, etc.). “Solo quedamos con lo puesto y nuestros pasaportes. Era el primer día de un viaje de casi dos meses y de pronto nos encontramos solos y sin nada. El momento fue feo y hubo que replantear qué hacer empezando por comprar algo de ropa para poder cambiarnos. La primera reacción fue tratar de tomar un vuelo de regreso a la Argentina, pero como no pudimos, reseteamos el viaje y encaramos otro diferente. Esa quizás fue la peor experiencia, pero también fue un gran aprendizaje, porque terminamos comprando dos bicicletas, una carpa y con algo de ropa anduvimos varias semanas por Europa del Este. Con poco se puede viajar, no hace falta lastrar tantas cosas”.
“Lo indispensable termina siendo mucho menos de lo que imaginamos”, asegura Miguel según su extensa experiencia, y detalla: “Ropa, sólo la necesaria, un equipo de campamento, botiquín, herramientas para la bicicleta, equipo de lluvia y no mucho más. Todo suma, todo pesa y las piernas se enteran de lo que llevás encima. Además, no se pueden prever todas las contingencias y lo que haga falta y no tengamos, seguro que por ahí cerca puede conseguirse”, asegura.
Respecto de los repuestos de bicicletas. Miguel sostiene que lo que no puede faltar son “cámaras varias, una cubierta de repuesto, rayos, kit de reparación, un cable de cambios y un juego de herramientas. Cuando el problema es mayor, se llega a la ciudad próxima y se busca auxilio mecánico, bicicleterías y bicicletas hay en todas partes”.
Cuando pensamos en un desierto imaginamos a un viajero sediento ilusionándose con un oasis donde refrescarse. Miguel va a cruzar por primera vez un desierto solo y en bicicleta y sabe bien que para ello deberá tomar algunas precauciones extras. “Cada litro de agua es un kilo. La única logística a tener presente con mayor cuidado es cuándo voy a tener posibilidad de reponer el agua teniendo en cuenta que la temperatura llega a los 36 o 37 grados durante el día y el consumo es mayor. Habitualmente hacemos un promedio de 100 kilómetros diarios, si es necesario se pueden hacer más, por lo que hay que tener en cuenta antes de largar es hasta dónde voy a llegar ese día”, piensa, y luego agrega sin más: “Ya lo veremos”.
“Para comunicarse, el inglés es una herramienta muy importante, pero no suficiente”, asegura Miguel, quien ha observado que “si bien es cierto que en cualquier rincón se puede encontrar una persona que lo hable, también nos ha sucedido en pequeños parajes donde la única lengua es la del lugar. Alguna vez nos pasó en el interior de Polonia, Bosnia o Hungría. De todas maneras, siempre con una sonrisa se logra algún modo de comunicación gestual”.
¡Al mundial!
Todos los años, Miguel Silio trata de hacer un alto en la rutina y viajar durante tres o cuatro meses. En la pandemia pudo al menos concretar una salida por la zona. En 2020 recorrió Entre Ríos con amigos y en 2021 concretó una gira de un mes por Entre Ríos, Santa Fe y Córdoba.
Con su bici ha viajado por Argentina, Sudamérica, Cuba, Asia y Europa. En 2018 viajó desde Madrid hasta Moscú para llegar al mundial de Rusia y en ese entonces, ni bien lo concretó, supo que este año iba a repetir la experiencia de tener a la Copa del Mundo como destino y unir así dos pasiones: el fútbol y viajar en bicicleta.
“De acuerdo con el plan de viaje trazado, siempre variable según las circunstancias del camino, voy a recorrer alrededor de 9.000 kilómetros a lo largo de 18 o 19 países. Digo que es variable la determinación final de las rutas porque permanentemente hay que tomar decisiones en función del tráfico, relieve geográfico o problemas de visados para ingresar a determinados países”, explica Miguel. “De hecho, en el plan original del viaje teníamos previsto atravesar Ucrania para visitar Kiev, porque nunca imaginamos que en pleno siglo XXI presenciaríamos un conflicto bélico propio del siglo pasado”.
En la primera etapa, desde Madrid a Estambul, Miguel va a pedalear acompañado por tres amigos: Yamandú Martínez, Luis Ledri y Franco Baggio. A la segunda etapa del viaje, que comprende Turquía, Siria, Líbano y Jordania, la realizará con su esposa Martina; mientras que, a la última etapa del camino para llegar a Doha, lo que implica andar 2.300 kilómetros por el desierto, la realizará solo. “Estoy tratando de obtener las visas de Arabia Saudita e Iraq para definir el itinerario”, concluyó.