Cada vez que en Santa Fe se presenta un verano riguroso despierta el recuerdo, y con él, un hastío vivido en épocas de antaño. Los vecinos comparten de manera oral, en la calle o en un bar, las anécdotas que viajan de generación en generación.
El año de la insolación, así se denominó a la temporada estival que transcurrió entre diciembre de 1899 y marzo 1900.
Cada vez que en Santa Fe se presenta un verano riguroso despierta el recuerdo, y con él, un hastío vivido en épocas de antaño. Los vecinos comparten de manera oral, en la calle o en un bar, las anécdotas que viajan de generación en generación.
Tan fuertes y dolorosas impresiones dejó el último verano del siglo XIX, que solo con el renovarse de las generaciones fue borrándose su recuerdo. En esa senda, la sequía de 1944 y 1969, fueron ocupando aquel lugar que parecía imposible reemplazar en la memoria de los santafesinos del 900.
Por aquellos años, Santa Fe era una ciudad de 30.000 habitantes. El censo nacional de 1895 habla de 22.685 personas exclusivamente en la urbe. En los barrios obreros y populares que constituían la mayor parte de la ciudad predominaban los extranjeros y sobre estos los italianos, hechos que pueden comprobarse con las estadísticas comparativas de los nacimientos, matrimonios y defunciones clasificados por la nacionalidad de los padres, cónyuges y fallecidos.
La ciudad era pequeña, puede decirse que por el norte terminaba en la calle Catamarca y por el oeste en la calle San José (hoy Francia). Aún dentro de esas arterias y el riacho de Santa Fe, había algunas huertas, baldíos y quintas. Al norte de la calle Catamarca, al oeste de San José y este de las vías y talleres del Ferrocarril Santa Fe, había tierras cultivadas, unas que otras viviendas, calles cubiertas de malezas, sin pavimentos ni veredas, lodazales cuando llovía y colchones de polvo durante las sequías. Alrededor de la Plaza de las carretas (plaza España) existía un núcleo próspero de población, unido al centro de la urbe por el tranvía de tracción a sangre.
A pesar de carecer de las características de las ciudades de edificación compacta, vías públicas con pavimento de hormigón y de asfalto, la ola de calor de fines de enero y principios de febrero de 1900 se hizo sentir atrozmente entre los pobladores. Nunca causaron en adelante, tantos daños y víctimas las temperaturas sobre las normales, pese a que ahora vivimos en un ambiente mucho más artificial, extendido y complejo, enjaulados entre muros de mampostería, pisos y techos de cemento recalentados por los rayos solares.
Aquel último verano del siglo XIX, las elevadas temperaturas y ardientes ráfagas azotaron al vecindario, originando muertes por golpes de calor, insolación y colapso al transitar por las calles o trabajando a la intemperie.
Tan ardoroso fue aquel verano que perturbó todas las actividades locales y en la región del centro y del norte de la provincia. De numerosas colonias agrícolas de los departamentos La Capital, San Jerónimo, Las Colonias y Castellanos, se recibieron noticias de que en las chacras se habían interrumpido los trabajos de la cosecha por ser insoportables los rayos del sol. En la ciudad los gremios obreros de la construcción, las fábricas, fundiciones y herrerías, suspendieron sus trabajos. El Ferrocarril Santa Fe también suspendió las tareas en sus talleres de 600 empleados. La paralización fue completa. Incluso la melodía del silbato que sonaba diariamente en el aserradero de Crespo. Solo uno que otro carro o carruaje circulaba por las calles, teniendo los caballos sus cabezas cubiertas con sombreros de paja y ramas de paraíso.
Al atardecer la gente visitaba las antiguas playas del riacho, frente a lo que actualmente es el puerto local. Entre los vecinos no se hablaba de otra cosa que de los muertos por insolación en el día. Sobre todo la preocupación que generaba la dificultad de encontrar el eterno descanso de sus seres queridos. En buena medida, porque los peones del cementerio nuevo, inaugurado recientemente en el barrio Barranquitas, se negaban a excavar las fosas durante las horas del día.
Tal había sido la mortalidad, que las fosas abiertas habían sido todas cubiertas. El féretro era colocado sobre el suelo, frente al lugar donde se abriría la sepultura durante la noche por el personal de la necrópolis que trabajaría para enterrar a los muertos. Solo quedaban los ramos de flores naturales que dejaban deudos, familiares y sobre todo testigos circunstanciales que se acercaban luego de despedir los restos de sus allegados. El cementerio nuevo, en el último verano del siglo XIX, estuvo colmado de personas que se reconocían unas a otras bajo el abrasador y mortífero calor del 1900.
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