Alberto Serruya
Alberto Serruya
¿Será verdad que en ese último, brutal y definitivo momento que la muerte finalmente se presenta, la conciencia o lo que aún queda de ella registra, como en un torbellino, un sinfín de imágenes o fragmentos de vida que resumen la (nuestra) vida entera?
Si esto es así, si así de verdad fuera, qué diminutas escenas habrán desfilado por la cabeza o los ojos semicerrados o parpadeantes, quizás, o sellados por el dolor de la agonía, tal vez, de Julio Beltzer.
Dejo de lado, deliberadamente, el vasto territorio en el que se desenvolvieron los afectos, el relieve que confirieron cada una de esas estampas, sus dulces ramificaciones y el esplendor de su luminosidad.
Quiero pensar en la cabeza de un creador; en las rutas que imprimieron una cartografía de sus creaciones; en la paleta de colores que fueron dibujando sus puestas; en la música de escena que construyó con sus sonidos y silencios; en la arquitectura de las escenografías que contuvieron las velocidades y los ritmos de los desplazamientos de los actores que dirigió.
Desde ese instante tan fugaz como la disciplina que Beltzer esculpió, Rulfo presta un páramo en el que brota la piedad; Peter Weiss monta y desmonta la maquinaria que subraya la despersonalización del mundo; Constantini diluye el baño de sangre de la Historia con sus dioses, hombrecitos y policías.
Desde una balsa en alta mar, las contradicciones y la incomunicación reman en el vacío; Gambaro vibra con la Malasangre mientras Enrique Butti desorganiza el logos cartesiano para que juegue a pleno la fantasía y la magia ambulante: ¡Ayaiai!.
La Rosa desangra sus horas en la espera mientras los actores prenden y apagan las luces de otra puesta memorable; Piglia, la loca y el relato de un crimen desnudan la crueldad de una ciudad en donde sólo los discursos psicóticos permiten develar la verdad.
Hay un rastro que seguir, pero será el último y habrá que estar atento; Ricardo Ahumada ( ¿ o era Oscar Kurtz) no llegará a ese congreso de literatura por su extrema quietud; ¿llueve cuando Lagarde hace esperar a esas mujeres que urden la trama del tiempo?
¿No es demasiado como para seguir viendo pasar por esa hendija del último entendimiento las fulguraciones y destellos de tantas obras juntas, dándose codazos para pasar por delante de quien las alumbró; todas sacudiéndose el polvo que se acumula en los teatros de semana en semana, repasando los textos y las partituras de los movimientos, renovando sus maquillajes y ajustando la planta de luces para lucir jóvenes, flamantes y lozanas frente a su creador que por un instante, quizás, las contemple, al fin, con la mansedumbre de esa hora crepuscular?
Quedan más cosas, es verdad; pero esto no es un inventario ni un álbum de familia en donde el sepia de las fotos marcha en simultáneo con la cronología; ni siquiera un racconto de su vida y si alguien ha leído hasta aquí ya podrá medir por sí mismo la altura y el espesor del artista del que hablamos.
Esto quiere ser un homenaje, una manera, vana e insignificante de ganarle a la muerte mientras ajeno, lejano y en paz Julio Beltzer sigue soñando.